Pillajes, saqueos, robos… Las colosales pérdidas materiales que está sobrellevando Acapulco no se deben solamente al implacable embate de las fuerzas de la naturaleza. La rapiña de los humanos tiene también un altísimo costo.
Y, sí, la desesperación de encontrarte sin agua ni alimentos puede hacer que irrumpas en un comercio para apoderarte de los comestibles que se almacenan en los anaqueles. Pero ¿penetrar en una tienda departamental y llevarte pantallas planas, refrigeradores, electrodomésticos y todo, absolutamente todo lo que se encuentra allí hasta dejar absolutamente desvalijado el lugar como si hubiera, en efecto, pasado un huracán?¿Eso qué es? ¿De qué estamos hablando?
La alcaldesa del puerto, haciendo gala del paternalismo complaciente que estilan los socialistas tropicales, soltó una inaudita sentencia, una verdadera barrabasada en su condición de primerísima responsable del orden público: la depredación es una forma de “cohesión social”.
Pues, señora, es todo lo contrario, con su permiso: es precisamente la ausencia total de cualquier manifestación de afinidad entre los grupos que constituyen una sociedad. Dicho coloquialmente, en Acapulco se está viviendo la ley de la jungla ante la retirada total de la autoridad por el derrumbe de todo un ecosistema, por llamar de alguna manera a un universo urbano en el cual ya no hay servicios ni bienes disponibles.
Los gobernantes que portan los colores de Morena no pueden ocultar su atávico desprecio por la propiedad privada y les brota también esa oscura fascinación que tienen por la violencia, digamos, revolucionaria. Los saqueos, finalmente, serían el gran desquite del pueblo oprimido y el emitir una condena, así sea que la vida civilizada exige siempre un entorno de firmeza y que el Estado posee instrumentos legítimos para utilizar la fuerza, significaría una forma de traición a “las masas”, si me autorizan ustedes, amables lectores, recurrir a la terminología comunista del pasado siglo.
Los saqueos, vistos como una suerte de expropiación a los dueños de las grandes cadenas, se vuelven así parte de una normalidad que no necesita de la intervención de la fuerza pública. Al final de este camino de flagrante destrucción de riqueza no quedará más que una comunidad en ruinas porque, miren ustedes, la industria y el comercio son factores esenciales para proveer de empleos a la gente y contribuir a las arcas de papá Gobierno con impuestos.
Pero las cosas no paran ahí, en tomar por asalto un gran almacén y sustraer todas las mercancías. Quienes están padeciendo también el acoso de los criminales son miles y miles de ciudadanos de a pie cuyas casas están siendo igualmente saqueadas y que intentan protegerse, como pueden y sin amparo alguno de las autoridades, de los asaltantes.
Acapulco se convirtió, de pronto, en la más escalofriante representación de un Estado fallido.