Los “ricos” son muy impopulares en este país. Es entendible, porque el camino hacia la riqueza no está abierto a todos —es decir, no hay una igualdad de oportunidades, para empezar— sino que está plagado de obstáculos expresamente colocados para favorecer a los mismos de siempre. Impera aquí un sistema excluyente —esencialmente antiliberal en sus modos— regido por los intereses de la política y restringido por un aparato gubernamental tan estorboso como corrompido.
La dificultad para hacer negocios es parte intrínseca del modelo porque aquí mandan las cuotas, las prebendas, los sobornos y las comisiones. El gran atractivo de un cargo público es poder encontrarse precisamente en el lugar donde se pueda sacar una buena tajada del pastel. El funcionario de turno otorga finalmente la licencia para edificar un centro comercial o para homologar un nuevo producto pero da a entender, con los modos acostumbrados, que le toca un porcentaje de las ganancias. Los beneficios del industrioso se ven mermados pero los encargados de administrar la cosa pública se enriquecen imparablemente, generación tras generación, y se crea así una casta de nuevos ricos de naturaleza esencialmente improductiva y parasitaria aunque luego, naturalmente, estén en posibilidades de invertir sus dineros mal habidos en los sectores de la economía real. Pero ahí no se termina el asunto porque, una vez más, no compiten en condiciones de equidad sino que sacan provecho de sus enchufes para cerrarles las puertas a los recién llegados.
Un sistema así es costosísimo para la nación en su conjunto porque se pierden los recursos que debían dirigirse a las actividades productivas y se desincentivan las inversiones, por no hablar de la competitividad misma de la economía y del impacto de la corrupción en el crecimiento. Y lo peor es que se sigue perpetuando una cultura en la que no importan realmente los méritos personales ni el talento individual sino los compadrazgos y, desde luego, la debida adhesión al régimen político en funciones.
La riqueza es una aspiración particular de muchos mexicanos, después de todo, pero no es imaginada como una cruzada que se acomete cabalmente, por cuenta propia y con los arrestos del individuo emprendedor. Es percibida, por el contrario, como un tema de oportunas componendas con quienes tienen el poder de decidir si se instala una fábrica o si se abre una nueva gasolinera. En este escenario de privilegios selectivamente otorgados, el “rico” no aparece entonces como un sujeto emprendedor, digno de admiración y respeto, sino como un simple oportunista que supo colocarse entre los “poderosos” en el momento adecuado. Y la riqueza, a su vez, está siempre bajo sospecha con el agravante de que, precisamente por funcionar así el esquema, el país está poblado por millones y millones de individuos fatalmente empobrecidos.
Todo esto va a cambiar, nos dicen. Y la gente, esperanzada, condena airadamente al mentado García Luna mientras que un tal señor Bartlett, con un patrimonio inmobiliario que no sabemos de dónde salió, disfruta del supremo perdón. Hay de ricos a ricos, por lo que parece…