A la gente que disfruta de la vida no le importa demasiado que otros individuos de la especie sean, digamos, más felices o que tengan más dinero. Pero el tema es justamente ése, el de estar razonablemente satisfecho con las condiciones de la propia existencia porque, miren, no es nada evidente que sobrellevar las durezas de un trabajo mal pagado o los maltratos de un jefe abusivo, entre otras de las miserias de la cotidianidad, asegure una mínima felicidad terrenal. Por el contrario, la adversidad, cuando lleva el sello de lo irremediable, se trasmuta en desesperanza y enojo: la envidia es un venenoso subproducto de la desdicha.
Dicho en otras palabras y relacionando estas aseveraciones, de manera oportunista y aprovechada, con la realidad del mercado inmobiliario en Houston, a la mayoría de las personas les tiene sin cuidado que un tercero, sea quien sea, se embelese en el usufructo de una gran
piscina o –ya imaginando situaciones todavía más deleitables— que se trinque unas copas de champán mientras desfilan, en la portentosa pantalla del home theater de su suntuosa residencia, las trepidantes imágenes de la última producción de Hollywood.
Las cosas se tuercen, sin embargo, cuando careces, tú, de los mínimos esenciales y cuando no vislumbras ninguna salida a tus infortunios en el horizonte. O sea, que el problema de condenar a los arrogantes poseedores de deslumbrantes fortunas y de explicar su privilegiada condición a partir de abusos y expolios no se deriva de la desigualdad, como tanto se imputa, sino de la escasez, de la penuria, de la privación…
El asunto, además, es que la presencia misma de la riqueza en nuestra sociedad va a contracorriente de la austeridad promulgada en los púlpitos de la 4T como una suerte de gran paradigma nacional, un ideal a alcanzar y una virtud. No sólo eso: a los ricos no se les reconoce el esfuerzo de los emprendedores sino que se les culpabiliza de tener lo que tienen y se les marca con el estigma de la sospecha. Vivir en una esplendorosa mansión, entonces, no es parte de una normalidad aceptada sino una especie de pecado, por no hablar de lo ofensiva que resulta la opulencia cuando millones de mexicanos viven en la miseria.
Por cierto, ¿qué me dicen ustedes de los nuevos inquilinos?
Román Revueltas Retes