Los gobiernos del mundo marchan todos en sintonía ante la amenaza del nuevo coronavirus. Han cerrado las economías y han dispuesto igualmente draconianas medidas de separación entre los individuos, restricciones que tienen un gran impacto social. Me vienen a la cabeza imágenes de un viejo, en una residencia para ancianos en Francia, al que se le llenan los ojos de lágrimas delante de su hijo, sentado a varios metros de distancia durante una visita familiar apenas autorizada, luego de semanas enteras de duro apartamiento.
Es por la seguridad misma de los mayores, nos dicen, pero la soledad, vivida como una condena impuesta por las autoridades, parece más bien una desaforada intromisión del poder en la vida personal. Tampoco pueden los deudos de una víctima de la epidemia despedirse siquiera de su ser querido ni acompañarlo en sus momentos postreros. ¿Ésta debe ser la nueva normalidad?
Y, en efecto, los países que han implementado las más estrictas providencias son los que más han logrado controlar los contagios y los que menos muertes registran. Pero han pagado también un precio altísimo: paralización de sectores enteros de la economía, desempleo y cierres de empresas sin garantía alguna de que las cosas retomen su curso de siempre porque la amenaza de una segunda oleada de contagios, ahora que se acerca el invierno septentrional, sigue estando ahí. Podríamos decir, entonces, que estamos frente a un colosal dilema: proseguir con el confinamiento y las restricciones en brutal detrimento de la actividad económica o, por el contrario, afrontar las consecuencias de retornar a la normalidad de siempre sabiendo que el camino quedará sembrado de víctimas. ¿Cuántas? Pues, algo así como 76 millones de personas muertas en todo el planeta, suponiendo que la tasa de mortalidad provocada por el SARS-CoV-2 no supere un punto porcentual y partiendo de la cantidad total de habitantes (7 mil 625 millones, según las últimas estimaciones).
Es una cuestión moral, antes que nada, pero también un asunto estrictamente económico. Desde este último punto de vista, ¿qué hubiera sido menos costoso? ¿Parar las economías o destinar recursos extraordinarios para la atención sanitaria de esos 76 millones de seres humanos?
Ustedes dirán...