A Lula da Silva, el presidente brasileño, no le preocupa mucho que en Venezuela se pisoteen los derechos humanos, que haya disidentes encarcelados (y torturados), que el “socialismo del siglo XXI” haya empobrecido brutalmente a la población, que la riqueza se la repartan los militares en colusión con el régimen bolivariano (y los narcotraficantes), que casi cinco millones de personas hayan dejado el país desde 2016 y que se haya instaurado, en los hechos, un sistema dictatorial pretextando que se gobierna “para el pueblo”.
Acaba de tener lugar una tal Cumbre suramericana en Brasilia y Nicolás Maduro no sólo disfrutó de la condición de par que le otorgaron sus homólogos sino que se enteró, de pasada, que es un demócrata: en su nación no rige una dictadura, le dijo el anfitrión, sino que esa designación sería meramente “una narrativa” propalada por países a los que no les gusta, suponemos, la ideología de los mentados bolivarianos.
Luis Lacalle Pou, el primer mandatario de Uruguay, y el propio Gabriel Boric, con todo y que el presidente chileno reclama su pertenencia a los sectores de la izquierda, se aprestaron a enmendarle la plana a Lula: no es una falsa narrativa la que existe sobre lo que está pasando en Venezuela sino que la dictadura es una realidad y algo serio.
El tema es que la mera evocación del dogma socialista pareciera eximir a los sujetos más canallas y despóticos de ser condenados por sus correligionarios: Lula se considera a sí mismo un luchador social y el hecho de que un autócrata se califique de parecida manera basta entonces para no advertir, justamente, su siniestra condición, para mirar hacia el otro lado –en el mejor de los casos— o, de plano, para enmascarar la verdad de las cosas.
Vale más ser cómplice de un socialista –así sea que sus esbirros perpetren escalofriantes abusos y que él mismo se haya dedicado a sofocar todas las libertades— que sumarse al coro, repudiado en tanto que entona las voces que legitiman el capitalismo (o, peor aún, y ya encarrerados en la trasnochada retórica de los resentidos y victimistas latinoamericanos, que se doblega ante el poder del “imperialismo yanqui”), de quienes denuncian lo que es denunciable aquí y en China, a saber, la destrucción de la democracia.
Los autoritarios gozan así, por lo menos, de la aceptación de quienes se les asemejan en mayor o menor medida. Lula no es un dictador, desde luego. Pero, validar a los miserables que avasallan a sus pueblos no deja de ser un acto tan vergonzoso como indecente. No es precisamente lo que se necesita cuando se tiene la pretensión de ser apreciado como el gran líder político de todo un
subcontinente.
O, ¿acaso quiere el brasileño seguir los mismos pasos que el heredero de Hugo Chávez?