Recuerdo un artículo de Héctor Aguilar Camín, publicado en estas páginas hace ya buen tiempo, en el que daba a conocer la postura de un amigo suyo acerca del combate a la delincuencia. Palabras más, palabras menos, esa persona justificaba que el Estado recurriera al uso de medidas excesivas y hasta desproporcionadas para acabar con el azote de los criminales.
No se refería, creo haber entendido, a que un raterillo cualquiera o un ladronzuelo de baja estofa —salidos de las novelas de Víctor Hugo o Charles Dickens— afrontaran severísimos castigos sino que invocaba los derechos de la gente de bien que, en un país como el nuestro, es víctima de asesinatos, extorsiones, violaciones, torturas y secuestros perpetrados por sujetos tan sanguinarios como canallas. Individuos de nuestra especie absolutamente irredimibles por haber ya traspasado todas las barreras de la infamia.
Los ciudadanos que han elevado los derechos humanos a la condición de un bien inamovible se inquietan de que la persecución desenfrenada que pudieren emprender las autoridades para resolver de una buena vez el problema de la inseguridad terminara por convertirse en una suerte de despotismo global, por llamarlo de alguna manera: al primero a quien detienen y encarcelan sin sujetarse a los procedimientos legales de siempre es al criminal pero luego, argumentan, esa práctica arbitraria se ejerce, digamos, contra el periodista, el opositor incómodo, el adversario político o el empresario al que se quiere despojar de su patrimonio.
Es decir, el gobernante, habiéndose desentendido de sujetarse a la legalidad en un primer momento, no se sentiría ya obligado a volver a la circunstancia en la cual sus poderes estaban acotados. Estamos hablando, en los hechos, de que los encarcelamientos masivos, las ejecuciones sumarias y los juicios al vapor que tienen lugar al emprender la lucha —clandestina, violenta, encubierta o lo que fuere, pero no enmarcada en los preceptos constitucionales— contra la delincuencia, pueden llevar directamente a la aceptación de la violencia del Estado como parte de una nueva normalidad.
Las reflexiones que expongo en estas líneas surgen de los desencuentros que he tenido con varias personas, cercanas y muy apreciadas, por el reconocimiento a Nayib Bukele que llegué a exteriorizarles en alguna conversación. El presidente de El Salvador ha transformado al país más violento del planeta en una comarca pacífica. Lo que era un infierno para los salvadoreños honestos —aterrorizados y víctimas de la brutalidad de las maras— está teniendo ahora un costo terrible para los delincuentes.
En el polo opuesto a mis amigos humanistas, la madre de mi hija me escribe: “Por algún lado se tenía que empezar y a Bukele no le tembló la mano para destrozar física y emocionalmente a los criminales”. Vaya dilema, estimados lectores.