Política

Más logros reales y menos retórica incendiaria

Vivimos, en este país, tiempos muy extraños: la violencia, engendrada por las bandas criminales pero también derivada de la descomposición social, parece punto menos que incontenible; el crecimiento económico se ha contraído estrepitosamente, más allá de que esté teniendo lugar una recuperación en forma de rebote al volver, tras el embate de la epidemia, la normalidad de siempre (o, digamos, una cotidianidad edificada en la negación de los peligros que todavía nos acechan porque el capítulo del SARS-CoV-2 no está cerrado, ni mucho menos); el aparato gubernamental despliega unos inéditos niveles de disfuncionalidad por los drásticos recortes presupuestales que se han aplicado a las secretarías, los institutos y los diferentes entes estatales, por no hablar de la cancelación de miles y miles de cargos administrativos –y el consecuente despido de los trabajadores de la función pública— emprendida en nombre de la austeridad; los servicios de salud operan en condiciones muy adversas al carecer de los insumos y los medicamentos necesarios; y, en fin, los usos exhibidos en el palacio presidencial son también excepcionales porque muy pocos jefes de Estado o de gobierno se arrogan la facultad de utilizar la tribuna del poder todos los días para, entre otras cosas, arremeter contra los periodistas críticos –mencionándolos por nombre y apellido—, denostar a sus adversarios políticos, sembrar discordia y descalificar selectivamente a los medios de prensa, así se trate de The New York Times, El País, Proceso, Reforma o The Economist.

Durante las contiendas electorales, los candidatos se atacan todo el tiempo porque están compitiendo directamente para alcanzar cargos públicos y llevar luego las riendas. Pero, una vez terminadas las campañas y conocidos los resultados, la rivalidad deja de tener sentido: ya no es asunto de apartar al otro del camino sino de ponerse a gobernar y sanseacabó. Es más, la civilidad que se les supone a los gobernantes –o la que cabría esperar de ellos— termina por manifestarse, muchas veces, en su disposición a cooperar con los antiguos adversarios, especialmente en los momentos históricos en que están en juego los intereses superiores de la nación.

La unidad ha sido desde siempre un valor supremo y la capacidad de renunciar a los intereses personales para consolidar el imperio del bien común es algo que distingue a los auténticos hombres de Estado. La persistente referencia a un “enemigo” no ayuda a la gobernabilidad ni es de utilidad alguna al lanzar las grandes cruzadas transformadoras aunque pueda, de momento, servir para agenciarse los favores de una parte del electorado.

México no necesita diferenciarse de los demás. No necesita ser un exótico y estridente territorio de discursos incendiarios. México necesita ser un país de logros. Nada más.


Román Revueltas Retes

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Román Revueltas Retes
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  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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