Quienes invocan de manera fanática las ideologías para imponer a los demás su visión de las cosas, desconocen, las más de las veces, la realidad del dolor humano que las doctrinas reparten ferozmente por el mundo.
Ese punto ciego es muy extraño, aparte de inquietante, porque uno pensaría que la mera existencia de la opresión, la violencia y la injusticia debiera despertar, en el corazón de nuestros congéneres, la natural empatía que merece el sufrimiento ajeno, por no hablar del rechazo frontal a los perpetradores de los atropellos.
Ocurre, sin embargo, que la preeminencia de los dogmas es punto menos que avasalladora: el seguidor de un credo no sólo no atiende razones ni admite evidencias cuando confronta a alguien que cuestiona sus posturas sino que responde, paradójicamente, atribuyéndole al antagonista los mismos pecados que se le imputan a su causa.
En esas contiendas personales para establecer quién es el más innoble e ignominioso —el neoliberal o el comunista, el demócrata o el autoritario, el creyente o el infiel— los participantes suelen ser simples militantes de a pie pero detrás de ellos se yergue la figura del gran engañador, a saber, el primerísimo promotor de la entelequia y, justamente por ello, el supremo beneficiario en su condición de mandamás de turno.
Ellos, los jerarcas, sí que saben de amaños y ardides. Están al tanto del costo humano y perfectamente dispuestos a la ejecución de las más infames canalladas, a diferencia de la tropa fanatizada de adherentes que se cree todavía los cuentos de hadas del mito primigenio.
Unos y otros, hay que decirlo, son cómplices, por acción u omisión, de las atrocidades cometidas en nombre de la fe profesada: el comisario socialista, trabajando para el aparato represor de un régimen dictatorial, es el encargado directo de denunciar y encarcelar al vecino revoltoso pero el comunista de sobremesa, a miles de kilómetros de allí, es también un copartícipe del horror al sacralizar la existencia de un sistema que ha exterminado a millones de seres humanos, lo mismo que el islamista que festeja las masacres perpetradas por Hamás o el extremista israelí que se complace de que los civiles sean bombardeados en Gaza.
La muerte, en este planeta, sigue teniendo millones de patrocinadores.