La procuración de justicia es punto menos que catastrófica en este país: los asesinos gozan de una impunidad casi total, las cárceles están abarrotadas de gente que ni siquiera ha encarado un juicio para determinar su culpabilidad o inocencia, una abrumadora mayoría de los delitos no se denuncian porque los agraviados no confían en las autoridades, muchos cuerpos policiacos están infiltrados por el crimen organizado, las condenas se sustentan en confesiones obtenidas de muy dudosa manera (torturas, las más de las veces pero, al mismo tiempo, los delincuentes pretextan haber sido martirizados para ser absueltos al final del proceso), las personas de pocos recursos económicos sobrellevan condiciones de desventaja al no poder pagar los servicios de abogados diligentes, los infractores abusan del recurso de habeas corpus (el famoso derecho de amparo) para evadir las acciones penales, el derrotero de los litigios puede ser alterado sobornando a los encargados de conducirlos y, en fin, los propios mexicanos no se adhieren demasiado a la cultura de la legalidad sino más bien al contrario.
En esta siniestra cadena de insuficiencias los jueces suelen ser los señalados cuando un asesino —no tan presunto sino notorio, por decirlo de alguna manera— es liberado o cuando no certifican plenamente la culpabilidad de alguien cuyas infracciones resultan palmarias y evidentes a los ojos de cualquier observador externo.
Pues bien, los jueces están obligados a aplicar la ley y nada más. Y si en un juicio no se han respetado los ordenamientos procesales necesarios para sustentar una condena, entonces a los magistrados no les queda otra opción que declarar la invalidez de la parte acusatoria, así sea que, en lo personal, quisieren dejarse llevar por los dictados de su conciencia.
El problema comienza desde el momento en que no existe una policía científica lo suficientemente numerosa y capacitada para recabar las pruebas al ser perpetrado un delito mayor. Y ni qué decir de los agentes del Ministerio Público, corrompidos hasta la médula salvo las excepciones de rigor, cuya incompetencia y dejadez se refleja directamente en los elementos probatorios que necesitan las averiguaciones previas.
Antes de arremeter contra los jueces habría que limpiar de verdad la casa. Pero…