Vamos a pagar, tarde o temprano, la factura de destruir los organismos autónomos del Estado, de desembolsar seis mil millones de dólares para seguir produciendo la misma cantidad de electricidad, de construir un aeropuerto que devora subsidios porque no genera ganancias, de cambiar las reglas del juego y desincentivar de tal manera las inversiones que crean empleos para los mexicanos, de arremeter contra la independencia de los Poderes de la República, de satisfacer las demandas del sindicalismo corrupto en perjuicio de la educación de nuestros infantes, de dejar a millones de compatriotas sin atención médica, de negarle ayudas económicas a los sectores económicos más vulnerables durante la pandemia, de causar más de medio millón de muertes por la catastrófica gestión sanitaria del SARS-CoV-2, de apostar por el estatismo ineficiente en lugar de promover la competitividad, de no combatir frontalmente a los delincuentes y dejar el territorio nacional sembrado de cadáveres, de devastar el medio ambiente en la península de Yucatán, de consentir la corrupción de los allegados al régimen y, en fin, de militarizar la vida pública de la nación, entre otras tantas acciones de nefarias consecuencias para este país.
El derrumbe de México no será total —no tendrá lugar el brutal empobrecimiento de toda la población como ha acontecido en Cuba al ser confiscados por el Gobierno los medios de producción ni va tampoco a instaurarse ese tal “socialismo del siglo XXI” que ha llevado a la ruina a Venezuela— pero habremos perdido oportunidades que difícilmente se van a volver a presentar y, sobre todo, seguiremos siendo el país —de-
sigual, injusto y todavía más empobrecido— de las
promesas incumplidas.
Llevamos más de dos siglos de vida independiente y no hemos logrado alcanzar el bienestar que disfrutan naciones —como Corea del Sur, Singapur, Malasia, Turquía o Taiwán— que en algún momento tenían índices de desarrollo humano parecidos a los de México. Desde la proclamación misma de la República, en noviembre de 1823, luego de la abdicación de Agustín I, cabeza del Imperio Mexicano, este país no ha prácticamente conocido la apacible estabilidad que necesita una sociedad para progresar sino que ha sido un escenario de constantes intrigas palaciegas, luchas fratricidas, divisiones y catastró-
ficos enfrentamientos.
La muy extraña sacralización de la Revolución Mexicana —un acontecimiento absolutamente devastador que nos hizo retroceder décadas enteras en la ruta hacia el desarrollo— exhibe muy seguramente esa vocación por el autosabotaje y la autodestrucción que parecemos tener los mexicanos y que, ahora mismo, brota cobijada en la paralela glorificación del “pueblo” como gran pretexto para consumar la tarea de demolición emprendida por el régimen de la 4T. Y, vistas las cosas, los autores del derribo no están ni lejanamente en la circunstancia de pagar, ellos, los platos rotos. Es más, se dice que ganarán todavía en 2024.
Pues, ya lo veremos.