La instauración de un nuevo orden implica siempre una ruptura con el pasado. Esa quebradura puede ser violenta, como ocurre en las revoluciones, o puede reducirse meramente a un apacible cambio de régimen. Esto, lo de que el antiguo estado de cosas no deba ya tener vigencia, es precisamente lo que estamos viviendo ahora en este país: Obrador encarna, en su misma persona, el repudio de una gran parte de la población a un sistema que se no sólo caracterizó por sus prácticas corruptas sino que exhibió encima una extraña desconexión con los grupos más desfavorecidos de nuestra sociedad al punto de que, aparte de no sentirse en manera alguna representados, se llenaron de inconformidad y resentimiento.
El actual presidente de la República sigue cosechando los réditos del descontento popular y esa condición suya de emisario primerísimo de los mexicanos olvidados le confiere todavía un enorme capital político. Se ha permitido así tomar decisiones caprichosas como detener la construcción de un aeropuerto de clase mundial que, al ser terminado, iba a beneficiar directamente a miles y miles de esos mismísimos mexicanos que tan agraviados se sienten por las exacciones del satanizado neoliberalismo. Pero, exhibido como un proyecto elitista dirigido a satisfacer los gustos de “los que viajan en avión” —y percibido también así por toda la gente que, en efecto, nunca se ha subido a un aeroplano— la cancelación de la obra no le resultó demasiado costosa en términos políticos ni de popularidad.
Las medidas de austeridad que ha tomado no han mermado tampoco la gran aceptación que tiene. Por el contrario, han complacido mayormente a una población ofendida por los dispendios de una clase gobernante ensoberbecida, insensible y declaradamente cínica. ¿Ejércitos de ayudantes, choferes, asesores y guardaespaldas? No señor, ya no. Eso se acabó. ¿Billetes de avión, comilonas con cargo al erario, iPads de regalo para los señores diputados y coches para las señoras esposas de los subsecretarios, oficiales mayores y demás prohombres del Supremo Gobierno? Pues, tampoco. El pueblo bueno aplaude y muchos de nosotros también, aunque no seamos tan buenos. Por ahora, la luna de miel se sigue nutriendo de ingredientes sin próxima fecha de caducidad.