Cuando el compadre del politicastro obtiene los favores administrativos para inundar el barrio de tortillerías —y que ningún otro competidor se le aparezca en el horizonte— no solo estamos hablando de la nefaria realidad de la corrupción, sino de un sistema que consiente el permanente quebrantamiento de ordenamientos, reglas y disposiciones legales.
De eso va, justamente, la imperiosa necesidad de establecer, en este país, un verdadero Estado de derecho. Así de abstracta como pudiere parecer la formulación de parecido propósito, y así de poco dispuestos como estamos los mexicanos para acatar los preceptos constitucionales y cumplir con nuestras obligaciones ciudadanas, así de perentoria e importante resulta, para la mismísima viabilidad del país, la empresa de construir una nación de leyes y de certezas jurídicas.
Sobrellevamos una cotidianidad absolutamente inaceptable, aparte de escandalosa, en lo que toca al simple ejercicio de nuestros más elementales derechos ciudadanos: no podemos siquiera andar a nuestro aire por las calles de este país sin temer la acometida de un delincuente que, pistola en mano, nos despojará de los bienes que tan trabajosamente hemos logrado poseer. Ellos, los criminales, no son víctimas del “sistema” ni damnificados del “neoliberalismo”: son sujetos sin escrúpulos que han decidido, por sus pistolas y con la insolencia del que siente merecedor de derechos especiales, decomisar para su directísimo beneficio los rendimientos que los otros han logrado a través de su esfuerzo y su permanente dedicación. El ladrón se apropia, abusivamente y de un plumazo, de lo que los demás han adquirido gracias a haber trabajado durante años enteros. ¿Hay alguna mínima justicia en el robo? No. Pero nuestro sistema no solo no castiga, sino que no ha acometido siquiera la tarea de garantizar que la gente de a pie no padezca los embates de los canallas que secuestran, que extorsionan, que violan y que asesinan.
Nos encontramos, así, en el peor de los mundos: indefensos ante los delincuentes, desamparados cuando recurrimos a las ayudas de las autoridades e impotentes frente a los delirantes niveles de impunidad.
¿La justicia no tendría que ser la primerísima prioridad nacional?
Román Revueltas Retes