Existe una izquierda moderna, por fortuna. Es la que ha edificado el mejor de los mundos, un espacio en el que coexisten armónicamente el Estado social y el libre mercado. En Chile, se asoció a las fuerzas conservadoras para transitar a la democracia tras la dictadura de Pinochet (a propósito de los regímenes autoritarios, el caso del autócrata suramericano es en verdad excepcional: ¿cuándo hemos visto que algún sátrapa comunista dejara civilizadamente el poder luego de haberle consultado al pueblo si prefería un cambio de régimen?) y gobernó posteriormente con mucha sensatez hasta que la señora Bachelet comenzó a radicalizarse en su segundo mandato. Pero en momento alguno, ni en Chile ni en las naciones europeas que eligieron el modelo de la socialdemocracia, se cuestionó la legitimidad del sistema democrático o se intentó la menor arremetida en contra de las instituciones republicanas.
A diferencia de los liberales con vocación social, los militantes de la rancia izquierda sectaria se alimentan del conflicto y el enfrentamiento. Lo que ocurre, sobre todo en las filas de la militancia latinoamericana, es que sueñan secretamente —o no tanto— con la revolución, o sea, con que tenga lugar una revuelta para subvertir el orden reinante e instaurar un modelo en el que los sectores más desfavorecidos obtengan, ahora sí, las reparaciones que merecen tras décadas enteras de opresión. Pero el motor que los mueve, en el fondo, no es la justicia sino el resentimiento. Porque, miren ustedes, para consumar su gran empresa redentora (su discurso mesiánico se conecta con la religiosidad de los adeptos, no lo olvidemos, y está dirigido a atizar su fanatismo) necesitan primero destruir —combatir a muerte a las fuerzas gubernamentales, perseguir a los opositores, quitarles sus mansiones a los “ricos”, expropiar fábricas, prohibir los partidos políticos y censurar a la prensa independiente— para luego, ya cómodamente instalados en el poder, ocupar el lugar de los antiguos amos.
Este sueño revolucionario no requiere, hoy día, de luchas armadas. Chávez, Maduro y Ortega fueron minando poco a poco las garantías del sistema democrático que les había abierto las puertas. Eso fue todo. No tuvieron que recurrir a masacres y fusilamientos aunque ahora utilicen la fuerza del Estado para encarcelar, torturar y amedrentar. Pero la fantasía de la violencia la traen en los genes los izquierdosos de nuestro subcontinente y por ello mismo es que agitan, cada que toca, el espantajo del “pueblo en las calles” dispuesto a hacerse justicia por su propia cuenta. Su oscura fascinación por el levantamiento armado de las masas los lleva también a no valorar las bondades de un orden democrático que, en realidad, desprecian abiertamente.
Esta izquierda no es la que queremos. Ni la que necesitamos.