Los placeres de la vida estarían ahí, a nuestra entera disposición, para ser disfrutados plenamente. Se opone el principio del deber, como establecen puntualmente las teorías psicoanalíticas, y las religiones meten también su cuchara porque los creyentes —jubilosos y, sobre todo, muy distraídos en sus prácticas hedonísticas— se apartarían demasiado del buen camino. Los hombres, de tal manera, no se entregan indiscriminadamente a los deleites terrenales —nadie trabajaría, para empezar, aparte de que es muy probable que la especie humana se hubiera ya extinguido si no existieran individuos esforzados— y, encima, sobrellevan un sentimiento de culpa cuando se permiten excesos o se dejan llevar por las tentaciones.
Te enteras, además, de que buena parte de nuestros impulsos resultan de la imperiosa necesidad de satisfacer los intereses superiores de la especie, miren ustedes. O sea, que el gusto de los vejetes libidinosos por las mujeres jóvenes, por ejemplo, no sería otra cosa que un instinto natural: el macho procura a la hembra fértil para asegurar la supervivencia de la tribu. La propia barbarie de los individuos de la especie humana sería, paradójicamente, una conducta dirigida a hacer prevalecer el dominio de ciertos grupos sobre los demás —en términos absolutos, se trataría del imperio de los fuertes y, nuevamente, de una forma de garantizar la subsistencia (constatando cómo se manifiestan todavía aquellos rasgos, es muy probable que la retórica nacionalista no sea otra cosa que un vestigio de los tiempos del clan cerrado, un recurso para despertar los impulsos más oscuros y primitivos de los ciudadanos; receta favorita de los demagogos populistas, como bien sabemos).
El proceso civilizatorio ha mitigado grandemente estos arrebatos primitivos, desde luego, pero siempre termina por aparecer la bestia. El sujeto violento y belicoso sigue asomando la cabeza. El salvajismo, curiosamente, parece ser monopolio casi exclusivo de los individuos masculinos: para mayores señas, ahí tenemos las violaciones, los feminicidios, los abusos y los maltratos, cosa de todos los días en una sociedad como la nuestra.
Volviendo al tema de las tentaciones y los placeres, podríamos decir que no son censurables de oficio o, por lo menos, que no son delitos. Ocurre, sin embargo, que nuestro paisaje está poblado de personajes dedicados en permanencia a lanzar condenas y juzgar a los hedonistas. Los inquisidores son de diferentes proveniencias pero destacan, sobre todo, aquellos que, alardeando de pureza y alegando elevados principios morales, caen igualmente en tentación. Pienso en los políticos que invocan el bienestar del pueblo e imponen la obligatoriedad del “socialismo”, como el inefable Nicolás Maduro, y que se dan, al mismo tiempo, vida de reyes. Es como el sacerdote al que le encuentran por ahí a una amante y a un par de hijos. ¿Es malo, per se, gozar del sexo? Para nada, señoras y señores. Pero, cuando pretendes que no es lo tuyo y te eriges además como una figura ejemplarizante, entonces el asunto es bien diferente. Es, justamente, la gran bronca con la moral.