La primerísima prioridad del Gobierno de México, del color que sea, tendría que ser la seguridad. El tema, sin embargo, es que el combate a la criminalidad necesita de un componente esencial, a saber, la justicia o, dicho de otra manera, de que este país se someta irrestrictamente al imperio de la ley.
No tenemos más bienestar ni somos más prósperos ni hemos alcanzado un mayor desarrollo porque carecemos de certezas jurídicas. Contamos con leyes tan buenas como las de cualquier otra nación y en la Carta Magna se consagran fabulosas prerrogativas pero, justamente por no ir acompañadas de los mecanismos que garanticen su implementación en la práctica, esas garantías de ensueño terminan siendo letra muerta.
Con el respeto que pudieren merecer los augustos legisladores que sesionan en nuestro Congreso bicameral, la acción de promulgar magnánimas ordenanzas y generosísimos estatutos no requiere de esfuerzos particularmente colosales: se pueden inscribir en doña Constitución, o en los estatutos secundarios, artículos para asegurar, digamos, que los infantes de los sectores más desfavorecidos consuman proteínas o que cada hogar del territorio patrio tenga una computadora o que los internamientos en las salas de terapia intensiva sean gratuitos de manera universal. De hecho, esos mentados representantes populares se solazan en decretar leyes que no las ha imaginado ni Obama, parafraseando, con perdón, al actual primer mandatario.
Ya en nuestro mundo real –es decir, en las calles y las agencias del Ministerio Público y las clínicas del IMSS y las carreteras y tantos otros espacios— el panorama es totalmente diferente. Nuestros prohombres del Legislativo rentabilizan, sobre todo, la palabrería. Pero, qué caray, alguien tiene que ocuparse de llevar directamente la cosa pública. El gran problema, justamente, es que los otros, los encargados de resolver cuestiones concretas e implementar acciones carecen de los tamaños requeridos: fracasan, entonces, en el apartado de la buena gobernanza.
Desafortunadamente, el ciudadano de a pie es quien paga las consecuencias. Hay leyes, sí. Pero no hay justicia. Y sin justicia, como lo ha dicho incontables veces este escribidor, nunca habrá seguridad. Hoy, ¿cuántos jóvenes serán masacrados y cuántas personas desaparecerán?