Los ciudadanos de este país, así de confundidos como estábamos luego de digerir —a medias— el farragoso texto que nos recetaron los augustos ministros de la tremenda Corte para pedir nuestra opinión sobre el asunto de “llevar a cabo acciones pertinentes […] para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos” no dejamos, con todo, de advertir por dónde iba la cosa: se trataba de juzgar a cinco expresidentes de Estados Unidos Mexicanos. Eso, y nada más.
Los propios activistas del partido oficial, en abierto desafío a las restricciones que impone el INE cuando tienen lugar los procesos que certifica legalmente, estuvieron exhibiendo carteles propagandísticos con los rostros de los imputados. Si les llegara a caer encima alguna multa alegarán que el organismo del Estado responsable de organizar las elecciones está al “servicio del PRIAN” o que “responde a los intereses de los corruptos de siempre” porque esa gente se ha arrogado a la torera la facultad de lanzar tremebundas acusaciones cada vez que le toca rendir cuentas. Cuando les cuestionan sus quehaceres, los adalides de la 4T no responden ni argumentan: desacreditan al reclamante e invocan arteramente los excesos perpetrados en el pasado para colocarse, en su condición de supremos regeneradores, por encima de las críticas. Pero lo más inquietante es que su calculado repudio al orden anterior entraña la paralela descalificación de las instituciones de la República porque, miren ustedes, llegaron para reinventarlo todo desde cero, para anular los contrapesos que tan trabajosamente ha construido nuestra sociedad con el propósito de evitar la concentración de facultades en el Ejecutivo, para imponer una verdad única sustentada en trasnochadas ideologías y, desde luego, para perpetuarse en el poder.
Así las cosas, uno de los pasos obligados del actual régimen para sentar sus reales —toda una declaración de intenciones— era consumar el enjuiciamiento de los anteriores mandatarios. A cada uno de ellos se le endilgó, en un primer momento, la correspondiente acusación, así fuere de manera puramente retórica. Pero, lo que hubiera debido ser un tema estrictamente judicial se volvió un asunto desaforadamente político, un montaje en el que, de pronto, se apareció una nueva figura: el “pueblo”, como máximo juzgador. De tal manera, el primerísimo de los plebiscitos que se organizan desde que transitamos a la democracia tuvo como fin transferirle, a los ciudadanos, la facultad de hacer —o no hacer— justicia, más allá de cómo estuviere formulada la pregunta y de que el propósito original, encarcelar a los antiguos mandatarios, se hubiere diluido en la vaguedad redactada por los señores ministros. La “consulta popular” ha sido un esperpento jurídico.