Un aeropuerto es un negocio. A las líneas aéreas se les cobra por estacionar sus aviones, por utilizar las pistas y las puertas de embarque. El viajero, por su parte, no llega nada más a la terminal para abordar un aparato sino que espera poderse tomar un café, o desayunar, mientras aguarda a que salga su vuelo. Puede también desear hacer compras de último minuto o adquirir los artículos de lujo que venden las tiendas libres de impuestos. De tal manera, en los aeropuertos hay cafeterías, restaurantes, bares y negocios de todo tipo. En cada uno de estos locales es pagada una renta mensual. Los aeropuertos se han convertido en auténticos centros comerciales, movidos por una lógica incontestablemente empresarial. Los propios taxis, a la salida, aportan también una cuota para poder operar. El usuario de un aeropuerto es un cliente, un consumidor. Tan sencillo y tan claro como esto.
Estamos hablando de un servicio público, desde luego, pero la modernidad digiere cada vez más difícilmente que papá Gobierno dirija sus recursos —siempre magros, encima, sobre todo en países, como el nuestro, que no han aprendido a cobrar impuestos y en los cuales florece la economía informal— a subsidiar empresas deficitarias. Después de todo, esos dineros, los que se utilizan para tapar los agujeros que dejan las malas finanzas, provienen de los bolsillos de los contribuyentes. O sea, de las actividades productivas, las inversiones, la venta de mercancías y todo lo que tiene lugar en una economía de mercado. Hay que repetirlo una y otra vez: la plata que administran —bien o mal— los gobiernos no es suya: es primeramente riqueza creada por los individuos emprendedores y un porcentaje de esas ganancias privadas les es pura y simplemente decomisado. El propósito de la incautación, por no decir pretexto, es brindar seguridad, salud, educación y servicios a los ciudadanos aunque en los países poco desarrollados el aparato público, mal gestionado y manejado por individuos tan ineptos como corruptos, está muy lejos de cumplir con esas responsabilidades.
Justamente, los administradores de la 4T se lanzaron a la aventura de construir un aeropuerto. Pues, pésimo negocio, vistos los resultados. Y lo peor es que las pérdidas las estamos pagando entre todos.