La política social, entendida como la intervención del Estado para socorrer a los sectores más desfavorecidos de la población, no puede desentenderse de una realidad: los recursos públicos se generan fatal e inexorablemente en… el sector privado.
Sigue teniendo gran vigencia el debate sobre los modelos de sociedad porque el creciente viraje hacia la izquierda de los países de nuestro subcontinente ha puesto al socialismo como una opción de gobierno. La cuestión es que el sempiterno rechazo al “capitalista” por parte de las fuerzas que protagonizan ahora el retorno de un sistema que parecía ya caducado no lleva a la instauración de un régimen mixto —es decir, una estructura en la que tengan cabida todos los actores sociales— sino que desemboca en una retahíla de medidas excluyentes y prohibicionistas. Fervorosos prosélitos de una ideología que le asesta al empresario la categoría de “enemigo de clase”, los izquierdosos se solazan entonces en combatirlo en lugar de aprovechar sus capacidades para generar bienes públicos.
El sello distintivo de los gobiernos socialistas latinoamericanos es su permanente oposición al mundo de los negocios. Practican así un obstruccionismo declaradamente suicida en tanto que la caída en las inversiones y la disminución de la actividad económica tienen un impacto directo en las arcas de la nación. De ahí, y de ninguna otra parte, es de donde salen los dineros para las ayudas, los subsidios, las becas y las pensiones.
La utopía socialista no puede escapar, en los hechos, a la tiranía del dinero. Uno de los mitos más socorridos en nuestro país es el de creer que el Estado cuenta con infinitos recursos propios para repartir beneficios con total desenfado (esta visión resulta, en parte, de que el mexicano no ha interiorizado totalmente su condición de pagador de impuestos).
Pues bien, un ciudadano que le paga dinero al Estado no es ya un simple receptor de favores otorgados por el benefactor de turno (bondades, encima, que hay que agradecer) sino un individuo exigente que, por ello mismo, les atribuye un valor a las transacciones monetarias en vez de condenarlas moralmente.
Vaya paradoja: al satanizar el libre comercio, el populismo de izquierdas no promueve la soberanía personal sino la sumisión.
Román Revueltas Retes