El mundo, como bien saben los que especulan con bienes y servicios, opera bajo la implacable ley de los rendimientos decrecientes. Estamos hablando de un fenómeno que termina por manifestarse fatalmente cuando un patrón se repite: la receta que pareció en su momento deslumbrantemente original se desgasta con el paso del tiempo —y, desde luego, con la aparición de nuevos proyectos e inventos—, el encantamiento con un gadget recién introducido al mercado se vuelve rutina e inclusive la experiencia primera de muchas cosas —el enamoramiento inaugural en la adolescencia, el aterrizaje en la cuenta bancaria del primer salario o la compra del primer coche, justamente, luego ahorrar repetidamente las flamantes quincenas— se trasmuta de radiante carroza en ordinaria calabaza.
Por eso mismo es que el disfrute de lo material es tan efímero o, más bien, tan fatalmente insatisfactorio en su desenlace: así sea que una persona haya aspirado largamente a la posesión de un bien y que haya podido tenerlo al final, ¿cuántas veces se puede reproducir ese ejercicio sin que vaya perdiendo la posible intensidad, o el significado, que tuvo originalmente?
Y, después de todo, ¿qué tan gratificante puede ser la mera experiencia de comprar cosas? Pudiere tratarse, de entrada, de la satisfacción de un gusto estrictamente personal. Ocurre, sin embargo, que el consumismo se edifica, en parte, en la exhibición de las compras ante los demás, o sea, en el deseo de aparentar. Pero ¿se le pueden extraer grandes provechos espirituales a esa práctica siendo, además, que esos otros —no estamos hablando de una población universal desde luego, sino de los adeptos a la creciente cofradía del consumo— están exactamente en la misma sintonía, o sea, pretendiendo también ser vistos, y envidiados, en su condición de glamorosos embajadores del estatus?
Paradójicamente, tenemos a la mano más satisfactores que nunca, más estímulos, más incitaciones y más distractores. La consigna de estos tiempos es la inmediatez y los clientes profesan el credo de la gratificación instantánea. Esta saturación de ofertas, a su vez, nos ha llevado a la exigencia de más y más recompensas. Pero al final del camino lo que brota es una permanente insatisfacción y, sobre todo, el vacío existencial de quienes profesamos, sin siquiera darnos cuenta, la religión equivocada.