El populismo debe reescribir la historia, evocando un pasado mítico que se perdió al aparecerse en el horizonte los saqueadores de turno —los conquistadores, los encomenderos de las potencias coloniales, los amos imperialistas y, en los últimos tiempos, los portadores del estandarte del neoliberalismo— antecesores directos, todos ellos, de los privilegiados pudientes de ahora.
Ese paraíso perdido lo resucitan los demagogos de la mano de un pueblo nostálgico de los tiempos pasados, embrujado por las asechanzas de una mente humana que suprime selectivamente las malas experiencias de la memoria y que conserva —para asegurar los intereses superiores de nuestra especie, lo suponemos— únicamente, o sobre todo, lo bueno que ha acontecido.
Opera, además, el repudio casi universal al presente, un rechazo hecho de insatisfacciones y resentimientos, justamente la materia prima de la que se sirven los sumos estrategas del populismo: Make America Great Again, ha cacareado incesantemente Donald Trump, hasta el punto de crear todo un movimiento social en torno a la restauración de esa presunta grandeza. Pero, por favor, ¿en qué momento dejó la tal ‘America’ de ser great? Lleva décadas enteras de ser la nación más rica y poderosa de este rincón de la Galaxia.
No todo, sin embargo, es la resucitación artificial de las glorias pasadas sino que la agenda populista rebosa de promesas: es un credo justiciero que avisa de un orden nuevo en el que a los oprimidos de siempre les lloverá el maná de la magnanimidad estatista y el bienestar estará asegurado por decreto, por no hablar de que la varita mágica del supremo caudillo enderezará de manera fulminante todos los entuertos: el referido Trump advirtió que terminaría con la guerra de Ucrania en 24 horas; aquí, nos fue fanfarroneando que el litro de gasolina costaría diez pesos, que la escalofriante inseguridad se esfumaría de un día para el otro y, fijando ya mayores plazos, que tendríamos al final un sistema de salud pública como el de Dinamarca.
Lo más extraño de todo esto es la complicidad de las masas con los propaladores de tan morrocotudas mentiras. Naturalmente, las voluntades se compran y la gente intercambia muy gustosamente derechos reales—seguridad, atención sanitaria, educación de calidad— por la paga quincenal que le dispensa papá Gobierno. ¿Hasta cuándo?