La arremetida contra el narcotráfico es una batalla perdida, dicen muchos analistas. Esta afirmación va a contracorriente de las políticas públicas implementadas por países muy poco, o nada, dispuestos a legalizar los estupefacientes para acabar por arte de magia con el problema. Entre ellos, ni más ni menos que los Estados Unidos, embarcados en una guerra frontal contra las organizaciones que distribuyen drogas a los ávidos consumidores.
Los mexicanos más belicosos denuncian la “hipocresía” de nuestros vecinos del norte en lo que toca al tráfico de las sustancias ilícitas: argumentan que ellos deberían primeramente poner orden en su propia casa —o sea, acabar con las mafias que operan en su territorio— antes de exigirle tan perentoriamente a Estados Unidos Mexicanos que arregle las cosas de una buena vez.
Y, pues sí, hay gente de carne y hueso que vende fentanilo en las calles de Amarillo, Texas, y en los parques de Little Rock, Arkansas, pero no creo, con el perdón de quienes gustan de las comparaciones abusivas, que se pueda afirmar que en alguna región de la gran nación norteamericana se pueda constatar la realidad de un Estado fallido.
En nuestro país, por el contrario, en zonas enteras de la geografía nacional impera la delincuencia organizada: extrae rentas (es decir, extorsiona a ciudadanos indefensos y los obliga a pagar una suerte de impuesto, consustancialmente perverso, por desempeñar meramente sus actividades productivas), ha logrado infiltrar a los cuerpos policiacos, trabaja en abierta complicidad con las autoridades y representa, en los hechos, un poder paralelo ante la escandalosa retirada del aparato oficial.
Por ahí irían más bien las reclamaciones y las exigencias de los estadunidenses: no se trata únicamente de repartir culpas por los miles y miles que han muerto en su país consumiendo fentanilo sino de certificar públicamente la dejadez del aparato de la justicia mexicana.
Estamos hablando de un sistema que ha llevado a la más catastrófica de las situaciones: centenares de miles de desaparecidos, descomunales niveles de impunidad, asesinatos de mujeres, ausencia de garantías, arbitrariedad… ¿En qué momento deberían los Estados Unidos cerrar los ojos y quedarse con los brazos cruzados ante la inoperancia de parecido socio?
Ah, pero no son ellos los más afectados, después de todo. Las primerísimas víctimas somos nosotros, los ciudadanos de una nación cada vez más violenta y anárquica.