Política

El Estado, en mis manos, es otra cosa...

La izquierda, cuando alcanza sus metas, se olvida de sus antiguas denuncias: el Ejército, tutelado ahora por un régimen “emanado del pueblo”, deja de ser el instrumento de la represión; la policía recobra, en automático, su condición de garante de la justicia revolucionaria; los órganos de un Estado que anteriormente preservaba los espurios intereses de la clase dominante se vuelven entes noblemente imparciales, en fin, todo el aparato público adquiere, de pronto, la legitimidad de la que había sido despojado por los aborrecibles gobernantes del pasado. La memoria de aquellos debe ser sistemáticamente borrada y su legado, a su vez, desterrado sin reparación posible. El mundo entero está obligado a nacer con el advenimiento del socialismo justiciero y los nuevos amos pueden apropiarse sin mayores problemas de la realidad en su conjunto para emprender, sin contrapesos ni estorbos, su gran cruzada salvadora.

Este idílico universo es, en los hechos, un colosal acto de apropiación: movidos por la ambición y sabedores de que van a saborear, al poco tiempo, las mieles de un poder ejercido sin límites, los recién llegados no tardan en usar la maquinaria del Estado para sus propios fines, avalados por un pueblo al que le han abierto las compuertas del revanchismo, al que engatusan con sus belicosas retóricas y al que van a ir despojando, calculadamente, de derechos reales hasta convertirlo en una masa de adeptos sometidos.

Lo interesante es observar la transformación del edificio público, anteriormente repudiado, en un eficaz instrumento de dominio al servicio, ahora sí, de una casta gobernante que desprecia por principio los valores democráticos. Ahí donde la ocasional brutalidad de la Fuerzas Armadas o los abusos policiales eran coléricamente señalados, ahora se acallan las acusaciones y se ocultan los abusos siendo que el Estado adquiere cada vez más poderes para sojuzgar a los ciudadanos. 

Se puede atribuir una vocación social a las fuerzas políticas de la izquierda y los movimientos revolucionarios han contribuido, muy ciertamente, al mejoramiento de las condiciones de vida de las clases populares así fuere porque han puesto en la agenda cuestiones como los derechos laborales, la igualdad o la explotación de los trabajadores.

El comunismo fue, en su momento, un movimiento profundamente esperanzador y generaciones enteras lucharon por los ideales del igualitarismo. 

La utopía marxista, sin embargo, nunca construyó un mundo mejor. Al contrario, llevó a la instauración de regímenes autoritarios y causó la muerte de millones de seres humanos. La cuestión tendría que estar ya zanjada, por lo tanto. Pero, miren, en nuestro subcontinente no hemos aprendido la lección: en estos mismos momentos reclamamos airadamente que en la Cumbre de las Américas participen… ¡tres dictaduras socialistas! Ustedes dirán.

Román Revueltas Retes

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Román Revueltas Retes
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  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
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