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¿Qué le pasó a Francia?

Lo de Francia no se entiende: el campeón del mundo desapareció de la cancha durante 70 minutos enteros en la gran final de Qatar. No jugó a nada. No conectó tres pases seguidos. No realizó tiros a la portería del contrario. Le dejó el balón a una Argentina que se vio infinitamente superior y que desplegando un futbol tan brillante se ganó el derecho a conquistar su tercer título.

Los comentaristas de casi todas las proveniencias claman ya unánimente que ésta, la última fecha de un atípico campeonato, ha sido la madre de todas la finales. Algo que no volveremos a ver en varias generaciones, vamos. Sería una declaración un tanto arbitraria porque el pasado existe, los portentosos partidos de otras justas mundialistas están ahí a pesar de no haber sido trasmitidos en alta definición ni recuperables en imágenes comercializables en estos tiempos de galopante consumismo.

Pero no es sólo la arrogante sacralización de un presente que debiera imponerse casi por decreto a cualquier efeméride anterior sino, finalmente, una sentencia que desconoce la miserable actuación de uno de los dos contendientes durante buena parte del partido, más allá de que el encuentro se haya vuelto trepidante, emocionante, excitante, delirante, vibrante, apasionante y palpitante, entre otros posibles adjetivos, cuando los galos despertaron de su sopor. ¿La mejor final de todos los tiempos es aquella en la que uno de los contendientes despareció de la cancha durante medio partido? Ah…

Didier Deschamps, según parece, se sulfuró grandemente con sus jugadores en el descanso y les recordó, por si no se habían dado cuenta, que estaban jugando la gran final de un campeonato del mundo. Podríamos suponer entonces que los señores que portaban la camiseta azul pecaron en un primer momento de arrogancia, o de indolencia, grandísimas deficiencias cuando de lo que se trata es de imponerse a cualquier adversario, y que el regaño surtió algún efecto.

Los partidarios de siempre de las teorías de la conspiración propalan que los futbolistas franceses fueron comprados porque el primer designio de los organizadores de la competición, en oscura complicidad con los mandamases de doña FIFA, hubiera sido que Messi y sus pretorianos ganaran el Mundial a toda costa. Un asunto de mercadotecnia o algo así.

Pues, miren, algunas personas son comprables y sobornables, es cierto, pero hasta cierto punto nada más: a un joven francés que porta con orgullo los colores nacionales y cuya maxima ilusión es, justamente, conquistar el título, ¿puedes llegar y proponerle que baje los brazos y que deje pasar a los argentinos a cambio de una compensación pecuniaria? No lo creo, a diferencia de quienes imaginan que todas las maquinaciones son viables en este mundo.

Hay algo más: la Argentina estuvo al borde de la eliminación en la etapa de grupos. Hubiera bastado con que los pupilos del mentado Tata Martino anotaran un gol y se colaran a la siguiente fase. Hasta ahí, no había necesidad alguna de corromper a nadie.

En lo que toca al arbitraje, la tibieza de los silbantes fue el sello de la casa excepto por ese señor español que sacó 16 tarjetas amarillas, justamente, en el partido que los argentinos le disputaron a los neerlandeses. Pero, caramba, si el efecto de una falta (la del réferi polaco) señalada con demasiado rigor en el área va a ser tan devastador para un equipo al punto de nulificarlo durante medio partido, ¿tiene entonces madera de campeón?

En fin, en mi muy personalísima condición de francófilo declarado y de sujeto absolutamente deslumbrado por el talento de les Blues, sobrellevo una incurable frustración, sobre todo que las celebraciones de los malos ganadores son tan odiosas como exasperantes.

El fútbol no deja de darte sorpresas.

Román Revueltas

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Román Revueltas Retes
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  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
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