Mucha gente se pregunta cómo es que un país de 130 millones de habitantes no puede producir siquiera el par de docenas de jugadores que necesitaría la Suprema Selección Nacional de Patabola para desempeñar un papel medianamente exitoso en las grandes competiciones futbolísticas internacionales.
No es tan evidente, sin embargo, que el talento deportivo resulte del número de personas que pueblan una nación: Rusia no es un potencia futbolística y tampoco Japón, comparable a México en términos poblacionales, figura de manera prominente en el escenario del balompié mundial.
El asunto va por otro lado: es un tema un tanto inasible de condiciones naturales, como pudiere ser el caso de Brasil, de que el propio fútbol tenga un gran significado en la cultura local (eso lo vemos en la Argentina) o de que los responsables del manejo de este deporte se organicen de buena manera para mejorar el nivel de los jugadores, tal y como parece estar ocurriendo en los Estados Unidos.
Justamente, nuestro país ha dejado de ser el cacareado “gigante de Concacaf” y ese honroso título le pertenece ya al equipo nacional de los adversarios futbolísticos que siempre habíamos tenido en la mira.
Algo han hecho bien ellos, entonces, y algo hemos dejado de hacer nosotros. O, por lo menos, ésa sería la conclusión que se pudiere derivar de los resultados obtenidos en los últimos años.
Nos resistimos, los aficionados, a aceptar esta realidad y seguimos diciendo, en cada ocasión, que la superioridad de antaño va a manifestarse de nuevo en la cancha.
Y, sí, es duro enfrentar ahora la embestida de estos recién llegados siendo que antes solíamos pasarles por encima sin despeinarnos demasiado.
¿De qué estamos hablando? ¿De que son mejores individualmente? ¿De que tienen a un director técnico más capaz? ¿De que han hecho un buen trabajo con las fuerzas básicas? ¿De que tienen ya una liga más competitiva? ¿De que dan apoyos a los jugadores nacionales con todo y que importan a estrellas de la talla de un Messi?
Se combinan ciertamente todos estos factores pero la responsabilidad del estado de cosas que estamos presenciando actualmente en los ámbitos futbolísticos de este país la podríamos atribuir, como siempre, a los directivos y, sobre todo, a los dueños de los clubes.
El simple hecho de que recurran a la solución fácil de traer jugadores de fuera para armar sus equipos y de que los futbolistas mexicanos no tengan las oportunidades que necesitan para desarrollarse se vuelve un elemento determinante a la hora de conformar un conjunto nacional.
Y, muy probablemente, el hecho de que los referidos dueños hayan monopolizado la primera división al cancelar el descenso de los peores equipos le resta competitividad a la Liga MX.
Algunos comentaristas señalan, paradójicamente, que los muy generosos salarios que se pagan en el fútbol mexicano alientan en conformismo de los jugadores. Otros, hablan de que a muy pocos equipos les interesa realizar un buen trabajo con las fuerzas básicas.
En fin, el asunto es que el Tri no sólo no vive sus mejores momentos sino que tampoco alcanzamos a vislumbrar una luz al final del túnel.
¿Tendremos que esperar una década entera para ver alguna mejoría? Tal vez, pero los demás países (y Estados Unidos, en lo particular) seguirán, mientras tanto, haciendo bien la tarea.