Hace casi dos décadas (el 25 de noviembre de 2003, para ser más preciso) escribí un artículo en Milenio, bajo el título: “¿Y si López Obrador muriera?”. Como lo aclaré en su momento, se trataba de una pregunta hipotética, que no tenía que ver ni con un deseo, ni con información no develada acerca de su situación física. Dije incluso que esperaba que su salud fuese inmejorable y, no solo eso, sino también que lograra “llegar a la Presidencia de la República, dentro de tres años”.
Para mí se trataba más bien “de plantear un problema de fondo de la clase política y, sobre todo, de la izquierda mexicana”, pues estaba “centrando en un solo hombre todas sus esperanzas”.
El punto era, desde mi perspectiva, mostrar “las limitaciones de centrar todas las posibilidades de triunfo alrededor de una persona, en lugar de una propuesta programática o partidista”. Y adelantaba: “Si esa persona desaparece, o simple y sencillamente comete un error grave, todas las esperanzas de un gobierno distinto, de verdadero cambio, se irían por el mismo camino”. Y continuaba argumentando: “A tres años del (des) gobierno de Vicente Fox, las desventajas de colocar a un hombre (o una mujer) al frente del Ejecutivo, sin tener un programa de gobierno definido apoyado por una estructura partidista, son evidentes. También son claras las enormes desventajas de tener un Presidente distanciado del partido que lo apoyó… como las de un partido que carece de autonomía y solo puede seguir al líder en turno, incapaz de frenarlo, moderarlo o equilibrarlo en sus decisiones. Pasaríamos de un gobierno personalista que en sus primeros tres años estuvo distanciado del partido que lo llevó al poder… a otro en el cual el personalismo se manifestaría igualmente, aunque con un partido incapaz de equilibrar o moderar las posturas del Presidente.”
Y agregaba: “Habrá quienes pensarán que siempre será mejor un gobierno personalista de izquierda que uno de derecha… Pero en el fondo, el problema de la falta de vigilancia y contrapesos seguirá siendo el mismo.” Seguía yo argumentando: “En otras palabras, la izquierda ya no puede conformarse con tener la razón histórica. Necesita mostrar que su proyecto (no nada más su candidato) es el mejor.”
Mis conclusiones seguían la misma lógica: “La diferencia entre un liderazgo sano y un caudillismo nocivo estriba en la capacidad del líder de ajustarse a un programa institucional, más que a sus variables deseos personales y en la posibilidad de los militantes y simpatizantes de una opción partidaria de hacer que el líder se ajuste a los mandatos y propuestas colectivas… Dicho lo anterior, que quede claro que la alternativa no es la desaparición de los liderazgos, sobre todo cuando éstos son populares. La alternativa es la construcción de programas que institucionalicen las propuestas y aseguren los cambios programados, por encima de las personas. Y en ese sentido, lo mejor que puede uno desear es que Andrés Manuel López Obrador siga tan sano como ahora, y que esté acompañado de una izquierda igualmente sana, inteligente, propositiva y ciertamente institucionalmente democrática.” Estaba yo soñando, por supuesto.