El pasado 11 de mayo expiró en Estados Unidos la cláusula 42, activa durante 38 meses. Trump la usó para prohibir la entrada e imponer las expulsiones sumarias de todos los viajeros que pudieran representar un riesgo sanitario o de salud pública por haber estado recientemente en regiones con presencia de alguna enfermedad contagiosa —que, en el caso del covid, aplicaba para todo el mundo—, y Biden nunca la revocó hasta que, con la declaración del fin de la pandemia, expiró solita. La cláusula jamás aplicó para aquellas personas que llegaran en avión, o que vinieran de países ricos, o que fueran de piel clara, por supuesto.
Casi 3 millones de migrantes fueron botados del sueño americano sin ceremonia gracias a la 42. ¿Qué hizo Biden cuando el regreso del derecho de los suplicantes a quedarse en los Estado Unidos mientras tramitaban su proceso amenazó con ahogar sus fronteras? Pues recargarse en el humanismo mexicano, faltaba más: López Obrador, quien desde 2019 ya había enviado a su flamante Guardia Nacional a macanear migrantes al sur, se comprometió esta primavera a recibir hasta a 30 mil migrantes mensuales en suelo mexicano para evitar que estos residieran mientras corrían sus trámites al norte del Bravo.
Este viernes, ante el alud de viajantes que colapsó las garitas de las ciudades fronterizas y cerró las rutas ferroviarias al norte del país, se reunieron en Ciudad Juárez oficiales de migración gringos, encabezados por su comisionado, Troy Miller, con sus homólogos mexicanos, oficiales de la Guardia Nacional y el gobernador de Chihuahua.
¿Qué acordaron? Además de endurecer el ya de por sí infernal paso de los migrantes por nuestros suelos, otrora reconocidos por aceptar con los brazos abiertos a nuestros hermanos en desgracia, los mexicanos prometieron atrapar a los caminantes para deportarlos, por tierra o aire, de vuelta a sus países de origen. También ofrecieron negociar con los gobiernos de Centroamérica, Colombia, Cuba, Venezuela y Nicaragua para expeditar la expulsión de sus ciudadanos; a darle trámite a los deportados por la garita entre El Paso y Ciudad Juárez; a establecer retenes a lo largo de las vías de Ferromex; a reportarle a la migra gringa un censo diario de viajantes y a hacer operativos sorpresa antimigrantes en trenes, autobuses y carreteras. Al mismo tiempo, nuestra flamante Canciller, Alicia Bárcena, sonaba la alarma en la ONU, mencionando que las caravanas estaban ahogando la frontera sur del país y anunciando que los presidentes de México y EUA se reunirían en noviembre para tratar la emergencia.
Cuando esta pasada primavera se revocó la 42, los gringos arrestaban cerca de 3 mil 500 migrantes diarios. Hoy cuentan más de 8 mil detenciones, sobre todo en los alrededores de Del Río y El Paso. El Instituto Nacional de Migración, o INM, reportó que en lo que va del 2023 hubo casi 800 mil deportados desde México hacia el sur. Que las condiciones en México para los migrantes sean no sólo mortalmente inseguras sino infrahumanas no parece importarle a nadie.