El primer despropósito fue exigirle a la corona española que pidiera perdón por la Conquista, como si el México de hoy fuera capaz de escindir su herencia europea de la indígena. De allí siguió la cascada de sinrazones que hasta la fecha mantiene a las redes sociales en constante ebullición: los niños con cáncer golpistas; las protestas feministas manipuladas; la voraz clase media aspiracionista; los estudiantes que van a universidades de prestigio a aprender a robar; los científicos corruptos y, hasta el envío de este texto, la última en el rosario: la UNAM derechizada y neoliberal que “requiere una sacudida”.
Hay quien dice que las expresiones de lo que hoy funge como nuestro Presidente son meros buscapiés, distractores manufacturados para tenernos comiendo de su dedito y con nuestra atención lejos de la debacle que está resultando ser la T4. A mí me parece que los proponentes de López Obrador como un genial Maquiavelo le dan demasiado crédito. Si tuviera la mitad de esas capacidades ya hubiera resuelto algo, cualquier cosa, una mínima parte de nuestras tribulaciones, y no: su gobierno de boteprontos, caprichos y ocurrencias ha causado la destrucción de nuestros procesos e instituciones sin antes contar con redes de seguridad; el pasmo de nuestras policías ante el crimen organizado; el rápido empobrecimiento del erario; el encono y desmantelamiento de la sociedad civil y una pandemia vuelta hecatombe que ha probado con creces que él y su administración son profundamente incapaces. Y lo son porque su capitán es indolente, indiferente a nuestro bienestar a pesar de sus eslóganes.
Todo parece indicar que el Presidente no dice barbaridades para distraernos, sino para atraernos, porque su empeño entero está puesto en el mantenimiento de los reflectores sobre su personita: la gestión, la acción concreta, la resolución de problemas y las políticas y obras públicas no las entiende más allá de las ruedas de prensa donde se anuncian bombásticamente, o de los cortes de listón donde el pueblo le agradece su magnanimidad, y le irrita sobremanera cuando los ciudadanos desesperados le reclaman la falta de resultados concretos porque éstos, por sí mismos, le importan un reverendo pistache. Por eso vive en campaña, en giras tan constantes como infructuosas, gastando valiosas horas todos los días en unas mañaneras completamente inservibles para el país, pero necesarias para que él se legitime recibiendo las zalamerías de sus solovinos disfrazados de periodistas y el reflejo de su cara en los lentes de las cámaras.
Ese era el papel de los presidentes de la vieja dictadura antes de que los ciudadanos igualados, los contrapesos institucionales y la cochina democracia se interpusiera entre ellos y ese mítico pueblo bueno que lloraba de emoción en su presencia, vitoreándolos con furia en las plazas. Como ellos, López Obrador no entiende su trabajo o su investidura como un servicio, sino como una entronización. La mala es que si décadas de vida pública no le han hecho ver su error, no va a cambiar ahora, ni nunca. La buena es que nos va a tener entretenidísimos todo el camino al averno.
Roberta Garza
@robertayque