Hay algo en la historia de Navalni, activista anticorrupción detestado por el Kremlin, que revienta la cámara de horrores en la que se ha convertido el mundo. El ruso se presentó como rival de Putin en la elección de 2018, pero su candidatura fue impedida por cargos fabricados de fraude. El pasado 20 de agosto, a punto de abordar un vuelo de la ciudad siberiana de Tomsk hacia Moscú, tomó una taza de té que lo enfermó lo suficiente como para que el piloto decidiera aterrizar de emergencia en la ciudad de Omsk, el primer aeropuerto en la ruta.
El caso recuerda al de la periodista Anna Politkóvskaya, quien en 2004 enfermó violentamente después de tomarse un té en otro avión. Sobrevivió, pero solo para ser baleada en las escaleras de su casa dos años después. A un mes de ese asesinato el ex oficial de inteligencia y desertor Aleksandr Litvinenko murió en Londres luego de haberse tomado otro tecito, éste rociado con polonio 210. En 2015 Vladímir Kara-Murza pasó una semana en coma al descender de un vuelo doméstico que tomó para presentar una película sobre Boris Nemtsov, opositor que acababa de ser asesinado a balazos cerca de la Plaza Roja. El ex espía Serguéi Skripal casi muere en 2018 en Inglaterra, envenenado con Novichok, neurotoxina desarrollada por el ejército ruso considerada demasiado letal para usarse en combate.
Navalni fue llevado inconsciente al hospital al tiempo que la policía sellaba todo acceso. Luego de fuertes presiones de Merkel y de Macron, y del atento silencio de Trump, el Kremlin dio permiso para que dos días después volara a Berlín, donde los médicos alemanes confirmaron la presencia de Novichok en su sistema. Rusia hizo circular profusamente entre su red de lord moléculas que el desvanecimiento había sido por una sobredosis de drogas, por una tremenda cruda, por diabetes o por abuso de antidepresivos; uno de tres ciudadanos rusos duda que Navalni hubiera sido envenenado, a pesar de no ser la primera vez. En 2017 le fue arrojada a la cara un líquido verde que le quemó el ojo derecho, dejándolo casi ciego, y hace un año fue arrestado en una protesta donde de la cárcel tuvo que ser llevado al hospital, supuestamente por una “reacción alérgica”.
Después de pasar cinco meses rehabilitándose en Alemania Navalni fue dado de alta, y su primera acción fue regresar a Rusia. Lo arrestaron antier, al aterrizar. ¿Su delito? Haber violado su libertad condicional, pendiente desde el viejo cargo de las elecciones pasadas, cuando voló inconsciente a Berlín.
En los pasillos le preguntaron que por qué regresó, y entre coros de “¡Rusia será libre!”, Navalni dijo que jamás tuvo dudas: “Esta es mi casa. No tengo miedo”, y pidió a sus conciudadanos que tampoco tuvieran miedo.
No sé ustedes, pero yo he pasado el último año de pandemia muerta de miedo y a merced de liderazgos ineptos, corruptos e inhumanamente mezquinos, con una oposición carente de ideas e incapaz siquiera de sostener un simple plantón. Aunque sea tan lejos, que exista gente que se enfrente con esa contundencia a los tiranos me despierta un poquito de esperanza en la humanidad.
@robertayque