Cuando, en diciembre del año 2000, López Obrador asumió la Jefatura de Gobierno del entonces Distrito Federal dijo así: “Vamos a seguir luchando para lograr que la Ciudad de México, capital de la República, sea también capital de la justicia, de la democracia, de la alegría y de la felicidad. Lucharemos apasionadamente hasta convertir en realidad nuestra divisa: México, la ciudad de la esperanza”.
Desde entonces a la fecha nuestra capital ha pasado por las manos de Marcelo Ebrard, Miguel Ángel Mancera y Claudia Sheinbaum, quienes, siguiendo a pie juntillas el proceder de López, no se han cansando de elogiarse a sí mismos mientras en los hechos han hundido a la ciudad en la peor corrupción, ineptitud y desamparo: los rieles chuecos de la Línea 12 y su posterior colapso; la impune caída del Rébsamen; el espionaje con Pegasus a periodistas y opositores; el linchamiento de tres federales en San Juan Ixtayopan en Tláhuac; la creciente dominación del crimen organizado, demostrada cabalmente tras el secuestro de 13 muchachos en el bar Heaven gracias a la complicidad de la policía capitalina, que descaradamente halconeó para el cártel culpable; la desintegración del Metro y de los servicios públicos por negligencia pura; el ruido; la basura; los drenajes sin coladeras que se tragan personas; el permanente caos vial y la inseguridad envolvente son apenas algunas de las herencias de esas administraciones de la esperanza.
El crimen contra Íñigo Arenas no es en modo alguno un caso aislado. Por frívola, descuidada e innecesaria, esa muerte ilustra cabalmente el escaso valor que tiene una vida humana en nuestra capital. Porque Arenas fue asesinado por una cadena de meseros, administradores, choferes y escorts que, comenzando en los bares de la Condesa y Polanco para terminar en los de la periferia de la ciudad, se ocupan de ubicar y marcar a clientes con copas encima para drogarlos, robarles su carteras y sus celulares y, ya entrados en la semiinconsciencia, secuestrarlos hacia sitios menos identificables para encajarles un par de botellas caras y quizá tomarles fotos comprometedoras con las cuales luego podrían extorsionarlos; la Fiscalía señaló que noche tras noche taxistas coludidos llevan al Black Royce, donde murió la víctima, a clientes que recogen ya medio ebrios de otros bares en la Condesa, Roma y Polanco, a cambio de 300 pesos o un porcentaje de la cuenta final.
Como denunciar no sirve para nada y la policía no mueve un dedo, a los criminales le importa un pito si una copa de más, o una gota de Rohypnol de más, hacen que las víctimas caigan en un coma etílico del cual ya no se levantan. El caso de Arenas demuestra una indolencia particularmente insensible, hija de la impunidad: la víctima fue encontrada muerta hasta el día siguiente, doblada en el privado donde lo dejaron las ficheras que lo drogaron para bajarle 40 mil pesos en botellas y que no pudieron resucitarlo cuando vieron que “se puso morado”. Su celular, el cual le robaron en el República, el primer bar que visitó en Polanco, fue ubicado en Santa Martha Acatitla.
En esto acabó la ciudad de la esperanza.