Apenas el 4 de junio pasado, el subsecretario de Salud Hugo López-Gatell dijo que llegar a 60 mil mexicanos muertos por covid sería un escenario catastrófico, pero que no nos preocupáramos, que en el peor de los casos se esperaban en total 30 o 35 mil decesos. Bastaron dos meses para que rebasáramos esa cifra, y otros tres para llegar a esta semana, cuando 60 mil muertos van a quedar en calidad de buen deseo: según datos oficiales, acabamos de pasar el millón de contagios y estamos a días de llegar a los 100 mil fallecimientos. Y los números no oficiales son mucho peores: si comparamos el total de defunciones en este 2020 contra el promedio anual registrado a partir de 2015, vemos que hay 2.5 por ciento veces más muertos que los habituales. Es decir, que los fallecidos atribuibles a covid en este año, en México, son cerca de los 250 mil.
El perlario de éxitos del secretario no es poca cosa. Olvídense de exculpar la irresponsabilidad presidencial atribuyéndole “fuerza moral, no de contagio”, y su sonrisa teta cuando los detentes: en los hechos México encabeza las tasas de letalidad, es decir, la cantidad de personas que mueren en caso de contraer la enfermedad: arañamos el 10 por ciento, cuando el resto del mundo civilizado promedia entre 2 y 4 por ciento. López-Gatell apostó en los albores de la pandemia, cuando medidas más adecuadas hubieran hecho toda la diferencia, por el modelo centinela, uno que se indica para estimar los brotes virales por población, pero que de ninguna manera sirve para contener enfermedades desconocidas y letales, desestimando además las herramientas que tanto la OMS como la CDC gringa han señalado como las más efectivas para detener el avance del virus o, de perdido, para disminuir su mortandad: el uso generalizado de pruebas, el rastreo de infectados, el uso obligatorio en público de mascarillas, la prohibición de eventos masivos y, de llegar a niveles críticos, el confinamiento de todos menos de los trabajadores esenciales. En vez, nos pidió seguir vida normal, afirmó que esto era como una influenza cualquiera, que no era grave, y nos dijo, semana tras semana, que México ya estaba “aplanando la curva”. Llegamos a otoño, y al inevitable recrudecimiento de la enfermedad antes de la vacuna esperada en primavera o verano, como el cuarto país del mundo con más muertes totales y el décimo en muertes por cada 100 mil habitantes —poco más de 76.
A diferencia de sus homólogos en Italia o España que, como él, inicialmente desestimaron la enfermedad, pero que ante la evidencia rectificaron y ahora abogan por medidas profilácticas más severas, López-Gatell, como su jefe desde Palacio, no parece tener reversa; además de exculparse de toda responsabilidad endilgándole la culpa a los mismos mexicanos y a sus hábitos alimenticios, y de congratularse por todas las camas vacías que hay en el país sin reparar en los ataúdes llenos, en una de sus últimas ruedas de prensa, cuando le cuestionaron esas catastróficas cifras, se atrevió a contestar que hablar de eso era una falta de respeto hacia los muertos.
Y aún nos falta el invierno.
@robertayque