Me entregó el privilegio de escribir el prólogo de su último libro, El Poder y la República. Este pretexto nos permitió conversar largamente. El cuerpo iba fallándole, pero su cabeza permanecía intacta. Ningún exceso le arrebató la lucidez que lo acompañó toda la vida.
La valoración de la cuarta transformación y del liderazgo de Andrés Manuel López Obrador lo tenían muy ocupado. Sin embargo, otros temas,en apariencia periféricos, lo distraían con gracia de la coyuntura.
Uno de ellos fueron los libros que no escribió. “Me hubiera gustado ser más prolífico”, confesó. Lamenté que su historia oral, colectada por James Wallace Wilkie, hubiese concluido en 1988. El trayecto de su biografía, durante la convulsa década de los noventa y los primeros veinte años del siglo actual, habría merecido un trabajo igual de dedicado y riguroso.
Reconoció que, como polemista, la palabra hablada había sido su don cardinal, aunque le habría gustado conocer mejor la paz de la escritura. Estaba consciente de que sin los dos tomos de Wilkie que quedaron pendientes, había perdido control sobre la interpretación de su papel en la historia mexicana.
De ahí la charla saltó a su generación. Citó a don Mario de la Cueva como su tutor más importante, y a Javier Wimer, su mejor amigo. Luego habló de Carlos Fuentes, referente clave durante sus años universitarios y también de Miguel de la Madrid, con quien ya no pudo saldar cuentas. Luego sentó en la mesa de los recuerdos a Fernando Solana, a quien reconoció como su rival, en el terreno de la inteligencia, entre quienes formaron parte de la generación de medio siglo.
Llegó el turno de Cuauhtémoc Cárdenas. Abordó sus proximidades y distancias. Estaba satisfecho de que la amistad y el reconocimiento mutuo los hubiese vuelto a juntar en los últimos años. Sólo tuvo palabras generosas para el ingeniero y también para Ifigenia Martínez.
Habló obviamente de sus amores. Ellas fueron más que la política y la política fue lo más relevante que tuvo en su vida. Por último, mencionó con orgullo a sus hijos. Recorrió la actualidad de cada uno, incluyendo a los nietos. Al cerrar me dijo, con pesar, que uno de ellos le había reclamado recientemente no haber sabido guardarse a tiempo del ojo público.
Zoom: “No entiende que si me retiro me muero,” replicó con una risa franca y encendió otro cigarro.