En su nueva morada encontró un solo rastro del inquilino anterior; había olvidado un bote de champú. Wilfrido se prometió que, antes de regresar a su viejo yo, repondría aquel líquido. Un par de semanas después tuvo un cambio de “orden mayor”
El vecino fue portador de la mala noticia, una gota necia se volvió gotera. Es degradable sentir culpa por algo de lo que uno no es culpable. El reproche obligó a hacerse cargo cuando el piano del departamento de abajo recibió sobre su cubierta la catarata.
Wilfrido habría querido dilatar lo obvio la vez que el plomero sentenció la necesidad de la cirugía. Era urgente levantar el piso porque en el subsuelo corría una tubería vieja, esa sí, la causa de que el verano, en vez de partir el año, fracturara la rutina.
Al refrán hay que completarlo: igual que comer y rascarse, una vez que los trabajadores de la construcción entran a casa, no hay cómo parar. Si iba a remodelar el baño, ¿por qué no la cocina, la terraza, el piso, en fin, todo aquello que esa morada exigía porque en quince años no se le había metido mano?
Los intrusos se apropiaron del espacio con imprudencia y Wilfrido salió expulsado. Consiguió un minúsculo lugar lejos de su barrio y cerca de su trabajo, en un edificio moderno, impersonal y supuestamente inteligente cuyos nuevos vecinos jamás habrían sido dueños de un piano.
Lo primero que aprendió en el sitio de acogida fue a cocinar sin utilizar las hornillas. De tan pequeño, freír un huevo por la mañana implicaba irse a dormir con el recuerdo del desayuno metido en las narices. Es falso que lo nuevo empuje a lo viejo; al principio extrañó con malestar su casa tomada. (El gigante Julio Cortázar debió inspirarse en una experiencia similar).
Cambios así eran para los más jóvenes. Eso le dijo a su psicoanalista, a quien también dejó de visitar, de manera presencial, por culpa de la gotera, el vecino y los reclamos.
Durante la pandemia de covid-19 aceptó tomar sesiones a través de la ventana de su computadora. Odió el ejercicio porque detestaba hablar de sus muy variadas inconsciencias mirando el rostro de la terapeuta. Ella habría perdido cualquier apuesta en Las Vegas. Era pésima para enmascarar los gestos cuando escuchaba alguna barbaridad.
Se lo dijo y ella se opuso a darle descanso. No reveló la razón principal: la mayoría de sus pacientes pausaban las sesiones durante el verano y por tanto sus ingresos dependían de los pocos incautos que no tenían derecho a vacacionar. Dijo en cambio que las obras de remodelación de la casa propia siempre significaban “un cambio de orden mayor”.
Wilfrido no tuvo fuerza para refutarla, pero le externó que se sentía cohibido para hablar si no estaba tendido en el diván. Ella le ofreció una solución ingeniosa. Viraría la computadora para que la camarita mostrara el diván, en vez de la espontaneidad de sus expresiones.
Por aquellos días Wilfrido traía otras brasas que mantenían a fuego lento su angustia. Un trabajo muy importante que no le gustaba, una exmujer que recientemente se había enamorado de otra persona, una hija cuya indiferencia a cualquier cosa que no fuera su ombligo era palmaria y un arribo abrupto a la andropausia sin ninguna carta de navegación.

El reducido estudio que le ofreció refugio aceleró las preguntas más ingratas. No podía imaginar un cambio de empleo porque las deudas lo enviarían en unos cuantos meses a la bancarrota. Tampoco tenía ánimo de explorar nuevas relaciones. Sexo ocasional quizá, pero nada que se pareciera al matrimonio. No quería tampoco viajar, porque de un tiempo a la fecha los aviones le provocaban ansiedad, las carreteras le parecían peligrosas y las ciudades desconocidas, a diferencia de otras épocas, se habían vuelto tediosas.
Nada de esto fue un secreto mientras conversaba con el diván, suponiendo el rostro tremendamente aburrido de su terapeuta.
El baño era la zona menos hostil del estudio. Faltaban siglos antes de que sus tuberías comenzaran a fastidiar. Durante los primeros días evitó verse al espejo porque, a diferencia del suyo, aquel era enorme y tenía más luz que un set de televisión. Desde siempre le reventó verse de cuerpo entero porque detestaba saberse lampiño. Cuánto le habría gustado tener una barba poblada y el pecho oculto bajo el signo más valorado de la virilidad. (Otra vez Cortázar le jodió la vida). Nada en Wilfrido se asemejaba al escritor argentino de las cejas abundantes, la mata rebelde y el mentón oscurísimo.
En su nueva morada encontró un solo rastro del inquilino anterior; había olvidado un bote de champú a medio consumir. Se prometió que, antes de regresar a su viejo yo, repondría aquel líquido de olor indefinido.
Un par de semanas después de la mudanza su cuerpo comenzó a aceptar aquel cambio de “orden mayor”. Pudo dormir más de cinco horas seguidas y se atrevió a utilizar la sartén al menos una vez al día.
Fue entonces cuando descubrió que un pelo grueso y largo le había nacido debajo de la oreja izquierda. Lo erradicó con una tijera sin demasiado filo que guardaba dentro del estuche donde también viajaron la pasta y el cepillo de dientes.
En su trabajo no perdonarían que asistiera con descuido. En esa empresa, antes que inteligencia, exigían pulcritud a sus empleados.
No tardó en aparecer un segundo y un tercer alambre despeinado. La misma mutación que estaba ocurriendo en su rostro se repitió en otros lugares, los más insospechados.
Wilfrido se cansó de la mutilación alumbrada por el espejo más sincero del mundo. No dejó por ello de bañarse con el champú del desconocido. Contra cualquier hipótesis alternativa, aquella transformación le traía de buenas. Un sábado se presentó con orgullo en una tienda de electrodomésticos para comprar la rasuradora más potente del mercado.
Wilfrido volvió dispuesto a dejarse querer por el reflejo de ese hombre que cada día se parecía menos al anterior. El instante de triunfo ocurrió cuando una compañera de la oficina preguntó si antes se depilaba. Para ese momento ya era pariente de los orangutanes.
A Wilfrido nunca le gustó su nombre. Decidido a ser coherente con lo que estaba sucediendo y exigió que le llamaran de otra manera. Llegó el día que la remodelación de su antigua casa concluyó. Le llamaron para avisarle, pero él no respondió. Tampoco volvió al trabajo y dejó plantada a su terapeuta. Antes de desaparecer colocó en la regadera del estudio un bote de champú a medio llenar, para asegurar la suerte del siguiente inquilino.