
Tardé en responder la pregunta y el hombre del otro lado del escritorio la repitió calculando que, por un motivo comprensible, mi cerebro había perdido capacidad para concentrarse.
Después de tartamudear un poco respondí: “el ojo izquierdo.” El dependiente de la funeraria anotó algo en el formulario que estaba llenando mientras me animaba a concluir la frase. “Tiene una nube en el ojo izquierdo,” reformulé.
Aun si esa información le servía de poco, con tacto profesional mi interlocutor suspendió el interrogatorio. No debí entonces aclarar que, desde los cuatro o los cinco años, el ojo izquierdo de mi padre marcó mi memoria. Nada tiene que ver con el color, aunque vino a este mundo con el iris pintado de un lindo tono verde azulado. Lo relevante es que su ojo izquierdo tenía forma de cono, porque nació con una condición hereditaria de la córnea que, con el pasar de los años, se le iba haciendo cada vez más aguda.
Antes de que existiera cirugía para corregir ese padecimiento, mi padre utilizaba un lente de vidrio para evitar que un día su cornea se fuera a pasear al parque dejándolo medio tuerto. Esto último lo supe más tarde, porque antes estaba convencido de que él tenía poder para ver cosas que nadie más veía.
Si me entretuve a la hora de responder sobre la seña particular fue porque, entre las muchas que podría emplear para caracterizarlo, la primera que me vino a la cabeza fue la manera como miraba a sus semejantes.
Doy testimonio de ese privilegio cuya ausencia reciente me ha vaciado de golpe. Desde ayer me ronda la metáfora que Carl Sagan empleó en su libro Los dragones del Edén para explicar los 13 mil millones de años de existencia que tiene el universo. Según este astrónomo y, si el Big Bang hubiese ocurrido durante los primeros minutos de un día primero de enero, la aparición de los seres humanos no sucedería sino hasta los últimos diez segundos del último día de ese mismo año; para ser más preciso a las 23 horas con 53 minutos del 31 de diciembre. Este calendario cósmico es un apunte para que la conciencia no pierda de vista nuestra microscópica relevancia dentro de la abrumadora inmensidad.
Existimos entre miles de billones de partículas que orbitan indiferentes, que chocan y que, a veces, dejan huella. Los seres humanos nos hemos creído distintos porque tenemos conciencia. Es decir que miramos, entendemos lo que miramos y nos comprendemos en lo mirado. En otras palabras, somos esa partícula del universo que se salva de la indiferencia por obra de quien nos mira.
En mi caso, fue la mirada de ese ojo en forma de cono, la que me salvó de la irrelevancia. Tuve conciencia de mí por esa poderosa manera que tenía mi padre de mirar. Luego, con el paso de los años, descubrí –para beneficio de mi salud mental– que no era el único beneficiado por ese privilegio. Mi padre tuvo el don de hacer que la gente que gravitaba a su alrededor se sintiera igualmente mirada. No hablo sólo de mi madre o de sus hijos, sus nietos o sus sobrinos, sino de todas aquellas personas que se supieron vistas por él.
“¿Estamos pintados, o qué?,” solía preguntar en un tono bien ensayado, que parecía jocoso, pero que al mismo tiempo trascendía la broma. Nunca lo vi tratar a una persona como si fuera un holograma. Con sus picardías conseguía que las meseras de su restaurante favorito lo atendieran mejor que al resto de los comensales. Era también el cliente favorito del maestro mecánico y del sastre que le remendaba los sacos y los pantalones. Con su charla fácil se hacía de la biografía de sus interlocutores, averiguaba sobre sus familias, sus enfermedades y hasta sus crisis amorosas. Su mirada era esencialmente memoriosa y por eso la charla podía continuar por años y décadas con la gente de sus afectos.
El dependiente que preguntó por la seña particular quiso también saber si, en vida, mi padre había sido un hombre famoso. Necesitaba explicarse por qué asistió tanta gente a esa funeraria donde él lleva tantos años trabajando. Si hubiese sido otra la circunstancia le habría invitado un café para contarle que esa abultada concurrencia, en su mayoría, había asistido al festejo de una vida que no pasó desapercibida.
Habría abusado de su paciencia para decirle que mi padre nació con el poder para rescatar a las personas de ser tratadas como objetos o pinturas. Él se reía con mi madre cada vez que le pedía que no lo maltratara con “el látigo de su desprecio”. Era, como tantas otras de sus frases, una chacota muy seria. Una consigna montada en el caballo del ejemplo para prohibirse, él mismo, cualquier tipo de menosprecio.
Con la vejez, el ojo poderoso se fue pintando de blanco. Una especie de vía láctea ocupó el sitio donde antes hacía aguda explosión su cornea izquierda. A caso por este motivo lo cité como seña particular de un cuerpo que ya tenía los ojos cerrados.
Sin embargo, años antes, la ceguera a medias no pudo restarle una micra a la profundidad que ejercía a la hora de mirar. Aún dolorido por las articulaciones viejas, por el cansancio y por la pérdida paulatina del sentido de la ubicación y del tiempo continuó interesado en la vida de los otros.
Ha partido esa mirada tuya y desde entonces me siento como vaciado, y también irrelevante –universalmente hablando. Quisiera encerrarme dentro de la oscuridad del infinito hasta encontrar el sitio donde fue a dar tu mirada. Te dije, justo cuando te estabas yendo, que podías hacerlo con paz porque los tuyos te íbamos a acompañar en el camino. No sabía entonces que una parte de mi partiría. Tampoco que me iba a quedar intentando hacer como tú hacías; imitando tu gracia, tu talento, tu capacidad para la intimidad, tu habilidad para lograr el respeto que hace sentir a cada persona como muy pertinente.
Llevaba algún tiempo temiendo que llegara este momento. Sabía que, salvo algo extraordinario, un día me tocaría tomar papel y pluma para redactar estas líneas de homenaje a propósito de tu vida extraordinaria. Esta será la primera vez que no vas a leer y tampoco te voy a leer el artículo de la semana. También será la primera en que no habrá un comentario tuyo al final. Tu mirada le entregó poder a mi escritura y sin ella no sé muy bien como continuaré contando cosas con las palabras.
No quiero exagerar, pero tampoco podría negar el hueco insondable en el que me has dejado. Tiemblo por el ruido que produce el primer día de un largo año cósmico que a penas comienzo sin ti.