
Las palabras escritas en una lápida son para la memoria de una persona, lo mismo que los panteones lo son para la memoria de las poblaciones. Así como sin lápida no habría dónde recordar al muerto, sin su cementerio la historia de una comunidad se borraría para siempre.
Por eso fue una noticia desgraciada cuando el cabildo decidió cerrar el panteón municipal. Ese solar tiene más de doscientos años coleccionando presencias antiguas. Un observador experimentado puede, como hacen los arqueólogos, hacer un viaje en el tiempo a través de esos enterramientos.
Con la estupidez del cabildo no hay nada que hacer y por eso fui en búsqueda de la niña.
La primera noche fue larga porque ella no apareció. Primero visité las fosas más antiguas. Recordaba haber visto unas donde llevan descansando por casi dos siglos las víctimas de la peste que atacó a los trabajadores y también a los dueños franceses de la hacienda del Carnero.
Encontré ahí una lápida discreta que contenía tres palabras y un año: Antoinette et fille,1822. ¿Sería la niña que las cámaras de seguridad capturaron el jueves de la semana pasada? Las imágenes fueron recogidas por los dispositivos colocados frente a la entrada del panteón.
Aunque la toma es distante ahí quedó registrada una niña, de unos diez u once años, vestida con colores claros, jugando en el largo pasillo por el que se ingresa al camposanto.
Durante la discusión sostenida en el cabildo un síndico propuso que quizá fuese la hija del velador, sin embargo, ese señor no tiene hijas. ¿Cómo explicar entonces que una menor corriera de un lado al otro, hacia las 9:30 p.m., cuando ese lugar público había cerrado sus puertas tres horas y media antes?
El video es de tan mala calidad que no ayuda a distinguir la ropa y por tanto tampoco la época en que vivió la niña. Me quedé aguardando toda la noche sentado en el borde de la tumba de la señora Antoinette sin que nadie viniera a reclamarme.
Para continuar buscando, el día posterior debí esperar a que el panteón abriera y cerrara de nuevo. Muchas familias vinieron a visitar a sus muertos cuando se enteraron de la decisión del cabildo y es que podía ser la última vez que adornaran la morada de sus muertos.
Fue como si se hubiese adelantado el mes de noviembre. Todo por una niña traviesa y el nerviosismo de una autoridad indispuesta a reconocer que hay eventos ingobernables.
Muchos años después de la peste, en este panteón municipal también fueron a dar las víctimas de un tremendo accidente ocurrido en 1991. Un día antes del aniversario de la Revolución, a menos de un kilómetro del panteón se descarriló un tren de carga que llevaba sobre el lomo dos mil toneladas de cemento, sorgo y otras cosas.
Antes de colisionar alcanzó una velocidad de 250 kilómetros por hora. Cuando los operarios asumieron que no había nada que hacer brincaron al vacío y perecieron al instante. Segundos después los vagones de aquel armatoste saltaron enfurecidos, arrasando con todo lo que encontraron a su paso: automóviles, peatones, casas y comercios. La cifra total de muertos no pudo calcularse con precisión. Se registraron cuarenta cadáveres, el problema es que llegaron al panteón un número similar de cajas de madera en cuyo interior había restos cercenados sin identificar.
En la coordenada exacta donde ocurrió la tragedia hay hoy un pequeño cenotafio que sirve para recordar a las víctimas de aquel gigante implacable.
Entre las víctimas del horrible accidente habría que contar a los niños huérfanos que aguardaron a que sus padres regresaran. Calculé que quizá la niña juguetona podría pertenecer a ese otro vecindario del cementerio, así que durante la segunda noche me puse a recorrer la parcela donde habían ido a parar las víctimas del trenazo.
Mirando aquí y allá encontré a uno de los maquinistas y también a un carpintero al que le cayó encima una columna de hormigón. Unos cuatro metros más adelante di con una inscripción dedicada a una mujer llamada Catalina. La fecha correspondía con la de aquella tragedia, pero, a diferencia de la tumba de Antoinette que había visitado la madrugada anterior, en ésta no se hacía referencia a ninguna hija.
A punto estaba de regresar sobre mis pasos cuando descubrí a la niña escondida detrás de la lápida de Catalina. No se asustó cuando me aproximé y tampoco cuando interrumpí con mis palabras su estado absorto.
—¿No tienes miedo de estar aquí solita? —me atreví a preguntar.
—Cuando estaba viva sí, pero ahora no —respondió con su vocecita.
No hallé cómo explicarle que, por su culpa, y por las absurdas órdenes del cabildo, los matorrales, las ratas y la noche iban a borrar el trazo de nuestro cementerio.
Esa niña tenía que saber que su juego inocente estaba sirviendo de pretexto para que el cabildo clausurara para siempre el panteón de Santiago Miahuatlán.
Si tan solo pudiese ser discreta para que a los demás nos dejaran en paz.
En vez de darle un sermón le pedí que me contara su historia. Esa madrugada supe que la niña no murió aquel triste día de noviembre. Ella fue de las otras víctimas.
Su madre conducía uno de esos automóviles que esperó con paciencia la señal del guardavía, tal como solían hacer siempre los vecinos de Miahuatlán, suponiendo que el tren proveniente de Puebla y que tenía como destino Tehuacán pronto les dejaría libre el paso.
En un abrir y cerrar de ojos aquel monstruo aplastó el automóvil de Catalina. Al principio, la familia creyó equivocadamente que la niña también viajaba en aquel carro.
Ella esperó en casa durante una larga semana y cuando la madre no regresó decidió mudarse al cementerio para velar su sueño hasta que, como me dijo, dejó de tener miedo.
Me atreví a preguntar si conocía a otros, como ella, que por las noches salían a pasear por el panteón. La niña respondió que a ella no le gustaba jugar sola.
El cabildo recibió una oferta para arrancar las tumbas del panteón: quiere construir en nuestro lugar una colonia residencial.
Me convenció la niña de que, para evitar tal cosa, lo mejor es que por las noches todos salgamos a pasear.