Con una de las fronteras más extensas entre dos países, por donde se registran los cruces peatonales y vehiculares diarios más numerosos del planeta, cuyas aduanas reportan ingresos fiscales considerables para el presupuesto de ambas naciones; con una población conjunta de 93 millones de personas: 70 millones en los cuatro estados fronterizos del sur de la Unión Americana y 23 millones en los seis estados de la frontera norte de México (por sí mismos y por sus dinámicas socioeconómicas, estos estados conforman una región importante a escala global, no solo nacional), la relación México-EU no puede ser de vecinos distantes, distintos o diferentes.
Ahora que la geopolítica volvió a ser una variable importante en las decisiones nacionales, en México tenemos la obligación de convivir, cooperar y colaborar con nuestro vecino del norte, pero sin subordinación ni amagos.
Como todas y todos sabemos, se trata de una relación bilateral asimétrica, porque estamos hablando de la interacción entre una de las potencias mundiales y una nación como México, que busca consolidarse como economía emergente sin perder su soberanía, independencia e identidad nacional.
Tres temas mantienen en este momento el foco de atención y tensión en esta relación entre ambas naciones vecinas: el comercio, la migración y el tráfico de drogas (especialmente, el fentanilo).
El comercio está encontrando su punto de arreglo en un nuevo orden bilateral y a la espera de la actualización del T-MEC el próximo año.
Los flujos migratorios irregulares llegaron a sus mínimos niveles, como no se veía desde los años sesenta del siglo pasado.
El tráfico de drogas también está avanzando, pero es, sin lugar a dudas, el tema que más ha envenenado la relación bilateral actual, contaminándolo todo: la salud, la seguridad, la diplomacia y la política.
Justo cuando se está adelantando en un acuerdo de seguridad que contemple las prioridades de ambas naciones, y se avanza de manera sustancial en el combate a los cárteles criminales —nacionales e internacionales—, que producen, trafican y distribuyen drogas ilícitas, surgen voces e intereses en ambos lados que intentan dinamitar el arreglo.
Eso precisamente buscan quienes apuestan, demandan y exigen una intervención militar directa de fuerzas extranjeras en territorio mexicano.
Si la sola insinuación de esta salida ofende a millones y millones de mexicanas y mexicanos, y también a ciudadanas y ciudadanos estadunidenses que quieren y respetan a México, su concreción abriría una herida nacional de más de 180 años, que la diplomacia, el comercio y la política de buena vecindad lograron mitigar, pero nunca borrar de la conciencia de nuestro pueblo.
Lo más lamentable de este nuevo episodio de tensión es que los polkos de ayer, aquellos que aplaudieron y hasta salieron a vitorear la invasión de 1846-1848, tienen a sus descendientes muy activos en el México de hoy. Son los mismos que apuestan a que a nuestro país le vaya mal o le vaya peor, con tal de obtener por la fuerza del asalto al poder público lo que no obtuvieron por la fuerza de las urnas.
Hoy, más que nunca, la integridad de la nación mexicana es el valor supremo que debemos defender en la vida pública, donde, además de la historia que inspira a nuestro Himno Nacional, contamos con la solidez y la fortaleza del liderazgo de la presidenta Claudia Sheinbaum.