El juzgamiento en la plaza pública ha sido siempre una tentación para la humanidad. Hawthorne expone de manera literaria en La letra escarlata el dolor de Ester al dar pasos frente a una muchedumbre hostil: “… Se diría que su corazón había sido arrojado a la calle para que la gente lo escarneciera y lo pisoteara”. En la Historia de la Inquisición Grigulévich señala que el penitenciado tenía que llevar los signos de la infamia en casa, en la calle y en el trabajo; sufría de escarnios por parte del vecindario. Esta exposición pública lograba imprimir en los transgresores un sello tan trascendente que sirviera de ejemplo para desincentivar la comisión de esas conductas y para que las autoridades pudieran demostrar su efectividad. Por fortuna, muchos siglos han pasado, se han creado instituciones, principios y reglas en el proceso, que impiden una afectación desproporcional a los transgresores e incluso a sus familias.
El problema es que hoy en día se escucha un canto de las sirenas que invita al pasado, por un lado, los reclamos, la frustración y el enojo de una sociedad; por el otro, una autoridad desbordada con la diversidad de ideas que no puede cumplirle a la exigente e intensa posmodernidad. Esto genera un ambiente propicio para que la autoridad se sienta tentada a desatarse del mástil y regresar a esa exposición pública tan efectiva en aquellos siglos inquisitorios.
La preocupación central de esa regresión radica en la naturalidad con la que hoy en día se informa de las personas sujetas a juicio, del acceso a la información en los procesos que debiera estar resguardada y en la propia narrativa de las autoridades que, sin empacho, afirman estar actuando contra personas específicas o identificables, lo cual más allá de un ejercicio de rendición de cuentas pareciera una agenda dirigida a vanagloriarse. Frente a estas tentaciones, nunca está demás leer nuevamente la Constitución y recordar que, frente a este canto de las sirenas, Ulises debe permanecer atado al mástil y en un pueblo decente, la presunción de inocencia es un bien esencial.
La Suprema Corte en 2013 enarboló ese principio y señaló de manera tajante que la Constitución no permite condenas anticipadas. En ese caso analizó la exposición de una persona frente a los medios de comunicación y prohibió todas aquellas conductas, intencionadas o no, que produzcan condiciones sugestivas en la evidencia incriminatoria. Alrededor de estas obligaciones y principios se limita al poder y evita que quien dispone de la fuerza estatal o mediática genere condenas antes de tiempo.
Este es un gran ejemplo de la importancia de los jueces en el resguardo de Ulises a la tentación, pues son ellos quienes lo atan con mayor fuerza, es en ellos en quien recae el respeto irrestricto a los derechos. Esos jueces de Bacon, eruditos e ingeniosos, más reverentes que plausibles, más informados que confiados, aquellos que por encima de todas las cosas tienen como virtud la integridad.
La gran responsabilidad en la transformación del Poder Judicial estará en la autocrítica y, por eso, no debe permitirse que se le ataque, ni desde adentro ni desde afuera. Hoy más que nunca la autonomía de los jueces debe respetarse. Abrir las puertas para demeritar su labor puede desembocar en un miedo que atente contra la imparcialidad. Un régimen de exposición pública, de terror, como en la época inquisitorial, trastocaría la confianza de quien juzga, dejando a los ciudadanos a merced de redentores temporales.
La templanza, la moderación y la continencia en el actuar de los jueces puede otorgar un poco de estabilidad a este mundo tan exigente y revolucionado. El fortalecimiento de estas virtudes será esencial para evitar que la venda en la Diosa de la Justicia caiga y que los encantos de las sirenas den temporalmente tranquilidad y satisfacción. Optar por otro camino, permitirá que en tiempos venideros distintas notas también alegren oídos y los tentados ahora se conviertan en los objetivos de las nuevas voces.
*Rector de la Escuela Libre de Derecho