Paul de Kock escribió que sólo “los niños adivinan qué personas los aman. Es un don natural que con el tiempo se pierde”. El nacimiento del amor es uno de los misterios más grandes de la infancia. Los niños aman a sus padres, a sus protectores, porque la existencia de ellos les confirma que son el centro del universo. No sé dónde leí que el desplazamiento del amor hacia otros es la mayor de las tragedias interiores de la existencia humana. La memoria de los primeros años es casi siempre una invención.
En estos días calurosos estuve en cada uno de los lugares en los que viví con mi familia. Creo que mi recuerdo es real, pero nada es real, todo ocurre en la memoria. Recobré con gran intensidad mis miedos en esos edificios y esas calles. La infancia, ese lugar donde los temores adquieren una oscuridad temible. Los niños, como los escritores, son víctimas de su imaginación. En las discrepancias que surgen entre la fantasía y la realidad crecen las primeras decepciones.
Regresar a Herodoto 36 fue muy difícil. Dicen que la colonia Anzures es Nuevo Polanco. No entiendo. Melchor Ocampo ha desaparecido para convertirse en el Circuito Interior. En esa zona se puede uno perder entre tendajones de comida callejera, olores pútridos, venta pirata, narcomenudeo. Me gusta escribir esto: lo que son las cosas. Lo digo y abandono la calle con el recuerdo de mi familia envuelta en las llamas de la esperanza. Alguien siempre decía, sin dramatismos: pronto todo va a mejorar.
El edificio tenía elevador. Nunca me había subido a uno de esos cubos mágicos. Me encantaba, me refiero al encantamiento. Subía y bajaba, un juego sin fin, como son las codicias de la infancia: planta baja, primer piso, se abre la puerta; primer piso, planta baja, se abre la puerta hechizada. Duro y dale hasta que el cubo mágico, cansado de mis abusos, se atoró. Puerta cerrada, el niño atrapado.
No recuerdo cuánto tiempo estuve dentro, pero lo viví como un suplicio eterno, un castigo enviado por seres colosales y poderosos. Tardé cincuenta años en curarme de esa tarde infernal. No exagero. Sí, ya sé que el análisis, la claustrofobia y todo eso.
Así fundé el miedo en mi vida. En el vestíbulo de ese edificio, un ascensor anciano lamenta aún aquel día. Me porté mal, dice. Yo tuve miedo de nuevo. Me subí, apreté el número uno, todo en orden. Le llaman cura de caballo.