Caía la noche en la ciudad cuando salí a caminar protegido como un laboratorista: cubreboca, careta, guantes. Calles vv v desiertas. Una buena noticia, menos contagios, más soledad, silencio. La historia no puede ser más irónica con nosotros. Hace poco tiempo otra tragedia urbana nos obligaba a tocarnos, a caminar de cerca, a dar la mano, a viajar en el mismo coche, a juntarse a los demás, estar cerca era vivir. Dos años después, esas mismas personas son nuestra amenaza y nosotros somos su admonición, la lejanía nos puede salvar de una terrible enfermedad.
Sí, pienso en el terremoto de septiembre de 2017 y en la pandemia del 2020. No me cansé de repetir en aquel entonces que la ciudad no volvería a ser la misma. Y mientras camino por las calles poco transitadas de Álvaro Obregón repito: la ciudad no volverá a ser la misma después de la epidemia que la ha tocado hasta la última fibra. Los cronistas se engañan y creen ver cosas que desaparecerán, todo se lo lleva el olvido, pienso detrás de mi careta y un tanto agitado por el tapabocas.
Trae agua, medicinas, ropa, sal a la calle, ensúciate las manos. Confínate, no toques a nadie, quédate en tu casa, lávate las manos. Recuerdo multitudes de jóvenes en la calle. Camino frente a lo que fue el edificio trágico de Álvaro Obregón 286. La tarde gris de ese año envolvía a la ciudad entre el asombro y el estupor que provocó la destrucción del terremoto del 19 de septiembre, en las calles crecían extrañas burbujas de silencio por la cuales al pasar no se oía nada.
No deja de ser extraño que a las desgracias las unan extraños puentes de silencio. En el mismo lugar nada se oye. Son las ocho de la noche. En otros lugares de la ciudad el ruido y el futuro son sinónimos. Aquí no. Raro que un mismo lugar tome significados semejantes a través del tiempo: Álvaro Obregón 286.
Cerca, lejos. Alguien en el futuro contará una breve historia desde el mismo lugar.
@RPerezGay