A Gabriel Zaid
No se lee un poema como se lee una novela: mientras la narrativa avanza, el poema permanece, porque no aspira a contarnos una historia en el sentido convencional, sino a construir una experiencia sensorial, intelectual y emocional en un espacio y un tiempo condensados.
Leer un poema es menos un viaje lineal que la exploración de una catedral gótica, en la que cada elemento —el arco, el vitral, la bóveda nervada— sostiene y es sostenido por el conjunto, y su belleza o misterio residen tanto en el detalle minucioso como en la armonía del todo.
La primera aproximación ha de ser, necesariamente, sensorial. Antes de buscar un "significado" unívoco, hay que saborear la textura de las palabras, su música; hay que evitar la tendencia a aplicar clichés interpretativos sin atender a lo que el texto hace realmente: ¿Cómo suena? ¿Es un ritmo yámbico, cercano al latido cardiaco, como en "The Raven" de Edgar Allan Poe, o es un verso libre, con una cadencia que imita el flujo de la conciencia, como en "Aullido" de Allen Ginsberg?, nos hizo preguntarnos Antonio Deltoro (1947-2023) una tarde en Oaxaca, durante un encuentro con jóvenes escritores. La musicalidad no es adorno: es significado. Una palabra no se elige solo por lo que dice, sino por cómo suena. La aliteración en la "s" en los versos de Góngora, "infame turba de nocturnas aves, / gimiendo tristes y volando graves", no evoca solo el sonido de las alas, sino un susurro siniestro que se infiltra en el oído.
Cada palabra en un poema es un nudo de tensiones; carga consigo un denotación (su significado literal) y una constelación de connotaciones (su halo cultural, histórico, emocional). El poeta trabaja con esta densidad. Cuando César Vallejo escribe "Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!", la palabra "golpes" trasciende lo físico. Es el impacto de la fatalidad, el crujido del destino, la violencia existencial; su potencia se multiplica por la elipsis y la ruptura sintáctica que le sigue.
La relación entre las palabras es, pues, de ecología: cada una afecta al ecosistema del verso. Un adjetivo débil puede diluir la fuerza de un sustantivo; un verbo preciso, como un rayo, puede iluminar toda una estrofa.
Aquí entramos en la dialéctica entre las partes y el todo. Un poema es un organismo donde la forma y el fondo son inseparables; la estructura no es un corsé, sino el esqueleto que da sentido al cuerpo. Pongamos por caso un soneto de Shakespeare (cualquiera de los 154 que se publicaron juntos en 1609), con sus catorce versos y su giro conceptual en el terceto final, maquinarias perfectas para el argumento: presenta una premisa, la desarrolla y la resuelve o complica con elegancia intelectual. La ruptura de esa forma tendría un efecto disonante, quizás buscado, porque la armonía o la disonancia son decisiones estéticas. En "Residencia en la tierra", Pablo Neruda emplea imágenes deliberadamente disruptivas y una sintaxis laberíntica para reflejar la crisis del sujeto moderno:
Entre sombra y espacio, entre guarniciones y doncellas, / dotado de corazón singular y sueños funestos, /precipitadamente pálido, marchito en la frente / y con luto de viudo furioso por cada día de vida, / ay, para cada agua invisible que bebo soñolientamente / y de todo sonido que acojo temblando, / tengo la misma sed ausente y la misma fiebre fría / y un oído que nace, y una angustia mediocridad.
La "fealdad" controlada es aquí más elocuente que cualquier belleza predecible.
Escribir un poema, entonces, es una forma de escucha activa. El poeta no impone una idea sobre el lenguaje: negocia con él; "el poeta no sabe lo que va a decir hasta que lo ha dicho", escribió Octavio Paz (1914-1998) en “El arco y la lira” (1956): el proceso de hacer un poema es de descubrimiento.
Lo diré como lo he vivido. Comienza con una intuición, una imagen, un ritmo obstinado que repica en la mente; a partir de ahí, se teje la red: se prueba una palabra, se descarta, se busca otra que, además de significar algo, haga algo: aliteración, una rica asonancia, un corte abrupto. La puntuación y el espacio en blanco (oh, Juan Ramón Jiménez) se convierten en instrumentos de respiración y significado; los espacios en los versos de un poeta visual como Apollinaire (véanse su “Caligramas”, 1918) no son caprichos, son la materialización del contenido.
El oficio, la técnica, es lo que permite que la ignición inicial no se apague en un gesto vago, sino que se convierta en una llama sostenida. Es el conocimiento y práctica sabia de los recursos de la retórica —metáfora, metonimia, sinestesia, aliteración, anáfora, elipsis, asíndeton, hipérbaton, prosopopeya, enumeración, gradación, oxímoron…— no como fórmulas, sino como herramientas para excavar más hondo. La metáfora no es un simple adorno comparativo, es "un operador de conciencia", decía José Ángel Valente, un dispositivo que establece conexiones insospechadas entre realidades distantes. Cuando Francisco de Quevedo escribió: "Polvo serán, mas polvo enamorado", no expresaba solo un arrebato emocional: condensaba toda una filosofía en esa metáfora: la muerte vence al cuerpo, pero no al amor, que perdura incluso en la materia más ínfima.
Al final, leer y escribir poesía son dos caras de la misma moneda: un acto de atención radical. Es detenerse ante el prodigio de que unas cuantas palabras, dispuestas en un orden único, puedan contener tanta vida. No se trata de descifrar un código, sino de permitir que el poema nos habite, que resuene en nuestra propia caja de resonancia interior. “En la literatura todo es un regreso a casa”, solía repetir el poeta Efraín Huerta (1914-1982). El poema nos devuelve, una y otra vez, al asombro originario del lenguaje. A su fábrica. A su misterio.