Nacemos con la disposición a amar, como lo describió Platón, lo confirmó Pascal y lo practicamos todos. Amar desde el nacimiento pasó de ser un rasgo de idealismo a una realidad comprobable.
Pero ¿qué amamos? Amamos lo material y lo ideal combinadamente; es decir, si una madre ama, dirige su voluntad amatoria a sus hijos, en quienes se concentra la química y la razón de amar. Lo mismo para todo objeto o sujeto amable.
Sin embargo, el primer amor es a uno mismo: la base de todo cuidado personal es el amor propio, a partir del cual se despliega el amor a los demás. En principio, el amor propio es el instinto de supervivencia, una masa amorfa de voluntad ciega que solo busca asegurar la existencia, por encima de las necesidades; una expresión de la vida que se abre paso en contra de cualquier adversidad.
Enseguida, ese instinto cobra carta de naturalización con el desarrollo de la conciencia de apego a toda figura protectora, en quien se deposita la confianza y se construye la autoconfianza, que progresivamente se vuelve sólida voluntad de amar.
Si acaso eventos traumáticos vulneran esa confianza, el ser humano es capaz de recuperarla, en función de la profundidad de las huellas de dolor. Es posible.
Amar entonces es resultado de un proceso que se perfecciona, si el contexto cultural es favorable éticamente; es decir, si al practicarse no vulnera los derechos de otras personas, pues aquí está la piedra de toque de la civilización como idealmente nos han enseñado que es el progreso humano: un horizonte de plenitud y libertad.
No parece que estemos cerca de ese ideal, pero podemos pensando que sí, porque en el universo íntimo de una relación amorosa entre dos o más personas, puede florecer ese sentimiento de amar sin condición. Ese es, me parece, el sentido de celebrar un día del año al amor en todas sus expresiones. Quizás deberíamos pensar más informadamente en ese sentimiento.