En las sociedades es común el conflicto entre las personas, entre comunidades y entre ámbitos de poder; nadie se extraña de que eso ocurra, pues el conflicto es rasgo sustantivo de la convivencia colectiva.
Esto es así porque los seres humanos tenemos perspectivas diferentes que coinciden en una circunstancia determinada o una situación resultante. Ante el conflicto, las soluciones pueden ser pacíficas o violentas, pues depende de la naturaleza de las posiciones encontradas y, sobre todo, de los medios de resolución, para dar lugar a respuestas positivas que diriman o, en otro caso, administren el conflicto.
Para que el conflicto se resuelva se requiere que las partes contribuyan a la solución. Otra cosa es la crisis, que se deriva de un conflicto o no, pero cuyas partes no necesariamente contribuyen a resolverla. La participación activa de una guerrilla en un escenario político es un ejemplo de crisis, y por ello requiere soluciones de fuerza, y solo excepcionalmente pacíficas, ya que una de la partes no dialoga: cuando lo hace, la crisis pasa a ser un conflicto. Otro ejemplo es el de las organizaciones criminales de México: contribuyen a la crisis de seguridad pública del país, no al conflicto, y su tolerancia sin soluciones eficaces es una aberración del Estado que desde hace tiempo está en varios conflictos con sus grupos de interés, llámense partidos políticos, grupos sociales, legisladores o jueces, por la ineficacia de su actuación. Es evidente que no se requiere diálogo con las organizaciones criminales, sino acciones punitivas que abatan la crisis que éstas generan.
La distinción entre conflicto y crisis es necesaria si se ha de emprender el diseño de las soluciones. Por otro lado, es mejor anticiparse a las crisis que derivan de conflictos mal comprendidos, con decisiones estratégicas. Para ello se requiere tener un pensamiento asertivo, inteligente y sano, enfocado en la solución. Cuánta falta nos hace tener líderes con esta cualidad.