El primer museo que visité fue el Castillo de Chapultepec. Entre el aburrimiento y la sorpresa –difícil pedirle más entusiasmo a un niño de ocho años– vi los detalles churriguerescos de la habitación de Maximiliano y Carlota, y un enorme carruaje que, al igual que algunos murales y piezas arqueológicas prehispánicas, aparecía en los libros de historia que me habían dado en la Plutarco Elías Calles.
A ese primer encuentro se sumaron muchos más. En México y otros países he tenido la fortuna de asistir a museos de arte, arqueología, ciencia, tecnología, historia, ciencias naturales y etnografía. Si los pienso por temática recuerdo haber visitado museos sobre juguetes, muebles, papel, armas, aviones, cera, deporte, estampillas, botellas, discos, sombreros, libros, coches y cuanta cosa valga la pena ser coleccionada, conservada, curada y exhibida para la recreación, el aprendizaje y mantener viva la memoria sobre algo que no queremos, ni debemos olvidar.
Traigo a cuento este tema de los museos porque me quedé boquiabierto al escuchar algunas declaraciones ofrecidas por el alcalde de Badiraguato, Sinaloa, a varios reporteros que le preguntaron sobre el objetivo de montar ahí el museo del narco. Sin mucho rodeo, José Paz López dijo: “Para atraer turismo”; “Para generar empleos”; “No nos debe asustar un museo del narcotráfico, por el contrario, tenemos que ver la parte positiva”.
Si López Obrador lleva cinco visitas a Badiraguato en lo que va de su gestión, ¿quién soy yo para no superar mi asombro, y plantearme visitar el museo para sumarme a la derrama económica que –según los cálculos del alcalde– competirá con la dejada por las capillas de Malverde y la Santa Muerte?
Honestamente no tenía una buena razón para visitar un municipio que está lejos de ser un pueblo mágico pero, como dice el alcalde: “Esa es nuestra historia y no podemos negarla”, quizá por esa simple razón valga la pena visitar el museo para conocerla.
Si lo abren –cosa que dudo, porque le haría un flaquísimo favor a tanta gente honesta y chambeadora que ahí vive– prometo leer con todo detenimiento lo que se cuente en cada una de las salas e, incluso, comprar un souvenir.
Pablo Ayala Enríquez