Hace mucho tiempo dejé de creer en la posibilidad de que exista la dieta perfecta.
La culpa de mi falta de fe la tienen todos esos expertos que saltan al ring cada vez que sale a cuento el tema. Los veganos le dan de patadas a los paleolíticos, los vegetarianos le pican los ojos a los macrobióticos y los frutarianos no paran hasta poder aplicarle una quebradora a los ayurvédicos, mientras que el público, es decir, los que no comemos según marcan los regímenes en pugna, escuchamos con los dedos cruzados para no amanecer tiesos al día siguiente por lo “mal” que comemos.
Además de un puntito de preocupación, esta discusión me deja tres certezas: 1) nunca acabará, porque todos los debatientes tienen “los argumentos científicos” para defender su postura; 2) mejorar la alimentación es más sencillo de lo que parece; y, 3) la forma en que nos alimentamos se relaciona con la manera en que entendemos y habitamos el mundo. Me explico.
¿A qué le decimos sí cuando nos comemos un pollo a las brasas? De entrada, a un alimento producido en granjas que crían y matan aves en condiciones infernales. A éstas hay que sumar la transportación, refrigeración, distribución, venta en anaquel, traslado a casa y el asado del pollo con carbón vegetal. Si usted fuera un pollo o una gallina, ¿qué pensaría y desearía para quien trata de esa manera a sus emplumados parientes?
Visto así, como dice Charles Eisenstein, “comer es un acto político, ya que tiene consecuencias que trascienden por mucho el ámbito individual. […] La idea del karma parte de esta afirmación y va un paso más allá. […] Todos esos efectos acaban regresando a uno”.
No es que en “nuestras vidas futuras” vayamos a experimentar lo mismo que sufrió cada pollo que comimos. Según Eisenstein: “Las causas y los efectos no tiene una correspondencia de uno a uno; más bien, las causas se combinan de formas muy complejas para crear experiencias”, que nos debieran llevar a preguntar: ¿a qué le estoy diciendo sí con esta comida?
Cada vez que comemos nos comemos todo lo que ha sucedido para que ese alimento llegue hasta nuestra mesa, y con ello aceptamos y afirmamos una determinada versión del mundo.
Sobre el fin y objetivos de El yoga del comer, de Eisenstein, le hablaré en mi siguiente entrega.