Es indudable que la tortura sistemática de otros seres humanos representa una de las facetas más oscuras de la naturaleza humana.
El principio básico de la tortura es obtener información o una confesión.
Para ello, el torturador ejerce diferentes técnicas, según la persona a torturar; la meta es la confesión; si la intensidad de la tortura es insuficiente no habrá confesión; y si es excesiva, la persona muere sin dar la información; en caso de no haber obtenido la confesión esto seguramente hará enojar a los superiores del torturador.
Pero, ¿qué clase de personas pueden ser los torturadores?
Acaso son psicópatas o gente con muchos traumas y de “mala leche” durante su infancia; o son simplemente personas comunes y corrientes entrenadas para generar dolor repetido y crónico a sus semejantes.
Los estudiosos del tema, han demostrado que los instructores de la tortura eliminan a las personas sádicas del proceso de entrenamiento, ya que ellos disfrutan del dolor ajeno y se distraen del objetivo que es la confesión.
Los torturadores eran gente totalmente normal antes de comenzar el entrenamiento.
Al torturador adiestrado le encanta hacer su función; siente que está haciendo un bien a la nación o seguridad nacional; además cree pertenecer a un grupo especial y selecto.
Dicho en pocas palabras, los torturadores son gente cotidiana, por momentos, de personalidad gris, muy obedientes “sin personalidad”.
Esto afianza la teoría de la escritora Arendt, sobre la “Banalidad del Mal” respecto a los genocidas y terroristas; los torturadores son personas sorprendentemente normales, que podrían ser nuestros vecinos o sentarse a nuestro lado en un restaurante.