Darwin señaló que el cuerpo del ser humano, en la antigüedad, debió haber estado totalmente cubierto de pelo; después, con la evolución, sólo quedaron esas zonas peludas en pelvis, axilas y cabeza.
Esto casi coincidió con la bipedestación, al ponerse el hombre erecto o de pie (El ombligo de Adán, de Michael Sims).
Desmond Morris, en su obra El Mono Desnudo, menciona que hay 93 especies vivas de monos y simios; 92 de ellas están cubiertas de pelo; la excepción es ese mono desnudo, que se autodenomina Homo Sapiens.
En realidad, la especie que se autocataloga como sabia, no está totalmente desnuda; la mayoría de nosotros tenemos pelo en todas las partes del cuerpo, excepto en los labios, los pezones, las palmas de las manos, las plantas de los pies y algunas zonas de los órganos genitales externos.
De todos modos, este pelo es fino y delgado, en comparación con el de nuestros primos peludos.
Ciertamente, parecemos estar desnudos.
Durante el embarazo, al feto le crece bigote al cuarto mes; poco a poco, ese vello se extiende por el cuerpo y, a finales del quinto mes, el cuerpo fetal está cubierto de pelo en su totalidad.
Los pediatras llaman a esta cubierta pilosa “lanugo”, término derivado del latín que significa vello o pelusa.
Por lo general, antes del nacimiento, esta capa pelusina desaparece; el niño se traga esta capa de lanugo durante las últimas semanas de gestación.
Los pelitos se suman al moco, bilis, y otras sustancias que forman el meconio, el primer excremento del recién nacido.
El pelo, tal parece que es un elemento humano que, hasta nuestros días, nos recuerda el vínculo que tenemos con el resto de los animales.