Al momento de escribir esto, al menos 7 millones 835 mil personas en el mundo han sido contagiadas de covid-19, de las cuales han muerto al menos 431 mil. De esos contagios, cuando menos 142 mil han tenido lugar en México (deben ser muchos más pero, por desgracia, al ser el nuestro el país miembro de la OCDE que menos pruebas ha aplicado —0.6 por cada mil habitantes, contra un promedio de la organización de 27.7— resulta imposible saber cuántos). Aún con esas cifras parciales, ocupamos el decimocuarto sitio mundial, por encima incluso de países más poblados como China, Indonesia, Pakistán, Nigeria o Bangladesh.
Si a muertos vamos, estamos en el séptimo lugar de la tabla, por encima de los países antes listados, así como de India y Rusia, que también nos superan en número de habitantes. Mientras, el gobierno federal habla de pandemias domadas, curvas aplanadas y nuevas normalidades, declara terminada la llamada Jornada Nacional de Sana Distancia y polemiza con la utilidad del cubrebocas, lo que redunda en que la gente salga a la calle —de acuerdo al reporte diario de movilidad en México publicado por Apple, ésta se acerca hoy al 60 por ciento de la que había en enero, cuando en abril se mantenía por debajo del 40— y lo haga sin medidas de protección adecuadas.
¿Cómo iba a ser de otro modo si, ante la indiferencia de un gobierno federal que ha dejado la economía a la deriva, 12 millones de personas en nuestro país han dejado de formar parte de la Población Económicamente Activa (esto según el Inegi) y si, de acuerdo al IMSS, se ha perdido más de un millón de empleos formales y han cerrado más de 7 mil empresas? Es lógico que los negocios que subsisten quieran reactivarse con urgencia. También es peligroso.
Tenemos que hablar de eso. Y hacerlo, me temo, supone dejar de hacer eco a BOAs reales o de fantasía, decálogos new age, rifas que no son tales, nanogotas y estampitas milagrosas y fuerzas morales (que no de contagio): a la gama toda de distractores absurdos y a menudo grotescos que despliega el gobierno federal para evitar que discutamos lo que de verdad importa.
Me declaro, pues, en veda. No está el horno para BOAs.