En Gaza las bombas no dejan de caer. En Gaza las madres no dejan de tener que poder, claro, como en todo el mundo, pero imagínate de repente que ese mundo que llevas en las manos te voló en pedazos y ahora debes sostenerlo hecho escombros.
Ahora debes guardarte en el cuerpo el dolor de la pérdida de tu esposo, tu hermano, tu padre, tus vecinas, tus amigas, tus sobrinos, tus sobrinas y sostenerlos cuerpos y los corazones de uno, dos, cinco niños aterrorizados mientras luchas por conseguir agua, harina, arroz, lo que sea para que los niños calmen un poco el hambre.
Aquí ya no hay estómagos llenos. Aquí ya solo queda la sobrevivencia a cualquier costo.
Tus hijos viven en tiendas, la casa que construiste con amor para ellos solo son escombros.
No hay escuela, no hay trabajo, no hay promesas de una vida mejor. Los niños no sueñan con bicicletas nuevas, sueñan con un pedazo de pan.
El que arroja las bombas sobre sus cabezas prohibió la entrada de comida, no hay fórmula infantil para el bebé de la familia de al lado, su madre no tiene leche porque el cuerpo no produce bajo altos niveles de estrés y desnutrición.
En muchos lugares y campamentos de refugiados ni siquiera hay agua potable. Imagina decirles a tus hijos que no tienes ni agua para darles.
Según UNICEF, para el 30 de julio de este año 350,000 niños en Gaza están sufriendo desnutrición aguda.
No hay forma de imaginar el hambre. ¿sabes lo que hace el cuerpo cuando tiene hambre? Se devora a sí mismo. Un proceso lento, doloroso, gradual. Un dolor insoportable sufrirlo, vivirlo y verlo en aquellos que amas más que a nada.
Aquí no es una situación tercermundista en la que te despidieron del trabajo, pero puedes irte a barrer calles o pedirle fiado a la doña de la tiendita de la esquina. aquí es una situación donde no importa lo que hagas, no podrás alimentar a tus hijos.
No hay comida. La ayuda que entra es robada y revendida a precios ridículos. Los hombres, mujeres y niños que se atreven a ir a las filas de “ayuda” son asesinados por ello.
Aquí no hay opciones. Ver a tus hijos morir de hambre frente a tus ojos, frente a tus manos impotentes es lo único que hay.
Mientras, el mundo mira. Los poderosos siguen abrazando a los genocidas, siguen estrechando sus manos ensangrentadas y siguen recibiéndolos en sus fronteras.
Es la gente común la que arma barcos, camiones y camina hasta las fronteras, exigiéndole al soldado pagado para matar de hambre a todo un pueblo para que abran, para que dejen pasar la esperanza.
Y entonces se topa al pueblo genocida, a los colonos, que hacen barreras humanas para no dejar pasar a la gente que viajó kilómetros para alimentar bebés.
Entiendo realmente el concepto de adoctrinamiento, pero ¿Qué tan grave, que tan profundo debe ser para que tú, humano, persona que es hija de alguien y padre de alguien tal vez, contribuyas a negar alimento a los niños de otro pueblo?
Esa es una humanidad que jamás se recupera, una animalidad inexistente, un vacío presentado en forma de un cuerpo común y corriente pero que no contiene nada.
Solo odio. Solo infierno. Y ojalá, pronto, castigo.
Acá, desde el otro lado del mundo yo veo a mis hijos renegar de la cebolla y se me encoge el corazón al recordar la alegría de los niños palestinos por conseguir cebollas para comer.
Aquí sigue costando llenar el refri, como no, si los poderosos nos ahorcan en todas partes del mundo para que nuestro trabajo pague cada vez menos el bienestar.
Pero este horror, este cotidiano horror de luchar diariamente para poner comida en la mesa no se compara con la herida diaria de ver a tus hijos morir de hambre entre tus brazos que aún intentan sostenerlo todo, aunque casi no queda nada para ser sostenido, solo hijos que pesan menos que el aire, solo el amor y la dignidad.