Hay dos formas de leer los retos que impone el covid-19. La primera consiste en una perspectiva heredada de la Guerra Fría que entiende lo que ocurre en clave de polos que se enfrentan: izquierda contra derecha.
Es muy clara la razón detrás de ello. Parecería que alguna deidad le estuvo llevando el apunte a los impulsores del desmantelamiento del estado de bienestar para señalárselos después; los estragos de la pandemia no han hecho sino exhibir por qué, por ejemplo, es importante contar con un sistema de salud pública amplio, capaz de atender a la población en situaciones como las que hoy vivimos. También ha resultado evidente cómo las crisis no hacen sino acrecentar las enormes brechas sociales y exacerbar la miseria en la que sobreviven millones de personas. La meritocracia sin igualdad de oportunidades, la individualización de los esquemas de retiro y la privatización de los sistemas de cuidado son evidentemente incapaces de salir bien librados del examen que les representa esta pandemia.
Así, la política social que implique la redistribución del ingreso por la vía de cobrar más impuestos a quienes más tienen para luego llevarlos como inversión a un sistema que garantice que toda la población tenga acceso –parece increíble tener que decirlo– al ejercicio de sus derechos, tales como la salud, la alimentación, la educación y hasta la vida, resultan una conclusión obvia de lo que hoy estamos viendo.
Sin embargo, continuar este enfrentamiento tratando de preconizar el triunfo de un sistema sobre otro, o incluso nadar “de muertito” en un centro que no compromete, no va sino a asestar un golpe aún mayor patrocinado por el dogmatismo.
El único triunfo posible es el de la realidad imponiéndose sobre la ceguera. No se trata de derechas o de izquierdas, sino de humanismo versus ambición desproporcionada. Pierde el que busque soluciones de manual, gana quien dé la bienvenida a la creatividad y la empatía. Y esa es la segunda forma de leerlo.
Politóloga*[email protected]