La pandemia y su gestión por la vía de la cuarentena nos han traído aprendizajes importantes, pero francamente no esperaba que nos regalaran filosofía en forma de metáfora: los vuelos a ninguna parte.
Leyó usted bien, no solo algunas aerolíneas de países como Japón, Brunei, Taiwán y, próximamente, Australia han programado vuelos que despegan y aterrizan en el mismo aeropuerto, sino que la demanda va en aumento y los asientos llegan a cotizarse en más de dos mil dólares. Ir en una nave que no se dirige a lugar alguno no solo tiene la ventaja de entretener a los aburridos paseantes y calmar las ansias de los viajeros frecuentes, sino que expresa como nada lo había logrado hasta ahora, nuestra calidad de pasajeros decididos a disfrutar de un viaje sin destino.
Y claro, nos inventamos excusas para explicar nuestro placer culposo: ver las nubes, convivir en un contexto diferente, quizá conocer a nuevas personas. Pero la realidad es que ponernos frente al inexorable vacío de nuestra existencia tiene efectos terapéuticos. Saber que no hay escapatoria, pero tomar un vuelo para huir, no es tan irracional como parece; después de todo, fue el encuentro con Nausicaa -nave, de acuerdo a su raíz etimológica- el que permitió a Odiseo contar con los medios para volver a Ítaca. No sería extraño que un avión circunnavegando nos ponga en la ruta de la evolución.
Andar en círculos parece la rutina más adecuada para una humanidad que acusa recibo de su inviabilidad, pero que no acaba de decidir si reinventarse o fenecer. Porque el aro es un Fénix que hace de sus cenizas una convocatoria permanente a la existencia; porque allí donde inicio y fin se unen, estalla la chispa de la eternidad. Somos perennes justamente porque no vamos a lugar alguno, pero optamos por actuar como si no lo supiéramos; o quizá sea porque íntimamente adivinamos que, en las condiciones adecuadas, el viaje sin razón de las partículas trajo como resultado el Big Bang que hizo posible la vida.
Politóloga*[email protected]
