En 2015, muchos conocimos apenas el trabajo de Julio Hernández Cordón con su quinta película "Te prometo anarquía". El título era, además, una manera de anunciar la calidad de propuesta que encontraríamos en su filmografía. Cuatro años después, su mirada única continúa poniendo el ejemplo en un panorama del cine mexicano en el que, al abordar problemáticas sociales, abundan el cliché y el lugar común. Cómprame un revólver es, entre otras cosas más interesantes, su incursión en la narcoficción. Género atiborrado, sí, pero al que sin duda le hace falta esta perspectiva original.
En un México de época no especificada en el que las mujeres están desapareciendo, una niña llamada Huck lleva una máscara para ocultar su género. Huck ayuda a su padre a hacerse cargo de un campo de beisbol abandonado en el que los narcos se reúnen a jugar. Con la ayuda de sus amigos (niños abandonados a su suerte que usan camuflaje para esconderse de los cárteles) ella luchará para escapar al destino del que su madre y su hermana mayor no pudieron salvarse.
El director cuenta en entrevistas que su idea inicial era hacer su versión de Las Aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Luego, esa visión se contagió de un gusto cinematográfico de su infancia: Mad Max (1979), de George Miller.
Y finalmente, de la realidad actual.
De la novela de Twain, el guión conserva la dinámica del niño mantenido en cautiverio por su padre y un final que hace eco de las decisiones del pequeño héroe. De la saga de George Miller adquiere la atmósfera post-apocalíptica.
Y de nuestro México actual, la cinta explica el que la niña esté atada a un grillete como una medida de su padre para sobreprotegerla de los feminicidios. La sola evolución del concepto ya nos dice algo: no importa en qué época suceda esta película o de qué siglo provengan las referencias que empatan con nuestra realidad, México sigue siendo México.
Cómprame un revolver está virtuosamente lejos, muy afuera del imaginario creado por películas, series y telenovelas que retratan histriónicamente a la delincuencia.
Ya sea por límite de presupuesto o elecciones creativas, se vale de muy poco para transmitirnos un relato que la sensibilidad promedio del cine nacional filmaría con cantidades excesivas de tortura, balas, sangre y acento norteño.
"México. Sin fecha precisa. Todo, absolutamente todo, es controlado por el narcotráfico. La población ha disminuido por falta de mujeres." ¿Cómo negar la contundencia de este microprólogo que leemos al principio? Con la misma economía narrativa, Hernández Cordón clava en nuestra cabeza la paternidad en un mundo de valores adversos, la violencia de género, vivir la infancia en un entorno inhumano. Dichos temas son tratados con algo que no es popular, ni bienvenido entre los directores de narcoseries: el tacto artístico. La visceralidad y el horror psicológico que dictan el tono de esta clase de historias son sustituidos por recursos ingeniosos, como usar la delicada voz de la pequeña Huck para describirnos el universo en el que habita, el uso estratégico de la música de banda como sonido diegético que anuncia la presencia de los narcos o el uso de ilustraciones de cadáveres en lugar de cuerpos.
Para abordar la supervivencia en México ante el acecho del crimen organizado, Julio Hernández Cordón tuvo bajo presupuesto y altas ideas.
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